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Comentarios a la liturgia Dominical 2008, Tiempo Ordinario (Padre Cantalamessa)
Domingo Solemnidad de la Santisima Trinidad:La Trinidad, escuela de relación
Domingo Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: Los dos cuerpos de Cristo
IX Domingo ordinario: La Palabra de Dios, roca eterna
X Domingo ordinario: Misericordia quiero y no sacrificios
XI Domingo ordinario: La Iglesia existe para los cansados y oprimidos
XII Domingo ordinario:Hay que tener temor, pero no miedo
XIII Domingo ordinario:"¡Tú eres Pedro!", invitación a reconciliarse con la Iglesia
XIV Domingo ordinario:El orgullo intelectual ceguera espiritual.
XV Domingo ordinario: Un Dios de palabra.
XVI Domingo ordinario: El juicio, motivo de consuelo.
XVII Domingo ordinario:El tesoro escondido y la perla preciosa
XVIII Domingo ordinario:Todos comieron y quedaron saciados
XIX Domingo ordinario: Cuando la vida es zarandeada por las olas
XX Domingo ordinario: Dios escucha incluso cuando no escucha
XXI Domingo ordinario: Jesús, ¿el mayor loco de la historia?
XXII Domingo ordinario: Es preciso negarse a sí mismo para poder vivir.
XXIII Domingo ordinario: Al corregir, la primera regla es el amor.
XXIV Domingo ordinario: La Cruz que no aplasta, sino que ensalza
XXV Domingo ordinario: La paga del Reino es igual para todos.
XXVI Domingo ordinario: No hay que banalizar la tragedia de la prostitución
XXVII Doming ordinario:
XXVIII Domingo ordinario: El peligro de dejar lo importante por lo urgente
XXIX Domingo ordinario: Umanizar la política, un deber para el cristiano.
XXX Domingo ordinario: El amor hace ver al otro como es en realidad
XXXI Domingo ordinario:Solemnidad de los santos y conmemoración de los difuntos
XXXII Domingo ordinario: ¿Hace falta ir a la iglesia para ser cristiano?
XXXIII Domingo ordinario: Hay que cultivar los talentos espirituales.
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Hay que cultivar los talentos espirituales
Meditación sobre el Evangelio del próximo domingo
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 14 de noviembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. - predicador de la Casa Pontificia -, a la liturgia del domingo próximo, 16 de noviembre.
XXXIII Domingo del tiempo ordinario
Proverbios 31, 10-13.19-20.30-31; 1 Tesalonicenses 5, 1-6; Mateo 25, 14-30
La parábola de los talentos
El evangelio de este domingo es la parábola de los talentos. Por desgracia en el pasado el significado de esta parábola ha sido habitualmente tergiversado, o al menos muy reducido. Cuando escuchamos hablar de los talentos, pensamos en seguida en las dotes naturales de inteligencia, belleza, fuerza, capacidades artísticas. La metáfora se usa para hablar de actores, cantantes, cómicos... El uso no es del todo equivocado, pero sí secundario. Jesús no pretendía hablar de la obligación de desarrollar las dotes naturales de cada uno, sino de hacer fructificar los dones espirituales recibidos de él. A desarrollar las dotes naturales, ya nos empuja la naturaleza, la ambición, la sed de ganancia. A veces, al contrario, es necesario poner freno a esta tendencia de hacer valer los talentos propios porque puede convertirse fácilmente en afán por hacer carrera y por imponerse a los demás.
Los talentos de los que habla Jesús son la Palabra de Dios, la fe, en una palabra, el reino que ha anunciado. En este sentido la parábola de los talentos conecta con la del sembrados. A la suerte diversa de la semilla que él ha echado -que en algunos casos produce el sesenta por ciento, en otros en cambio se queda entre las espinas, o se lo comen los pájaros del cielo-, corresponde aquí la diferente ganancia realizada con los talentos.
Los talentos son, para nosotros cristianos de hoy, la fe y los sacramentos que hemos recibido. La palabra nos obliga a hacer un examen de conciencia: ¿qué uso estamos haciendo de estos talentos? ¿Nos parecemos al siervo que los hace fructificar o al que los entierra? Para muchos el propio bautismo es verdaderamente un talento enterrado. Yo lo comparo a un paquete regalo que uno ha recibido por Navidad y que ha sido olvidado en un rincón, sin haberlo nunca abierto o tirado.
Los frutos de los talentos naturales acaban con nosotros, o como mucho pasan a los herederos; los frutos de los talentos espirituales nos siguen a la vida eterna y un día nos valdrán la aprobación del Juez divino: "Bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te daré autoridad sobre lo mucho: toma parte en el gozo de tu señor".
Nuestro deber humano y cristiano no es solo desarrollar nuestros talentos naturales y espirituales, sino también de ayudar a los demás a desarrollar los suyos. En el mundo moderno existe una profesión que se llama, en inglés, talent-scout, descubridor de talentos. Son personas que saben encontrar talentos ocultos -de pintor, de cantante, de actor, de jugador de fútbol- y les ayudan a cultivar su talento y a encontrar un patrocinador. No lo hacen gratis, naturalmente, ni por amor al arte, sino para tener un porcentaje en sus ganancias, una vez que se han afirmado.
El Evangelio nos invita a todos a ser talent-scouts, "descubridores de talentos", pero no por amor a la ganancia sino para ayudar a quienes no tienen la posibilidad de afirmarse por sí mismos. La humanidad debe algunos de sus mejores genios o artistas al altruismo de una persona amiga que ha creído en ellos y les ha animado, cuando nadie creía en ellos. Un caso ejemplar que me viene a la mente es el de Theo Van Gogh, que sostuvo toda la vida, económica y moralmente, a su hermano Vincent, cuando nadie creía en él y no lograba vender ninguno de sus cuadros. Entre ellos se intercambiaron más de seiscientas cartas, que son un documento de altísima humanidad y espiritualidad. Sin él no tendríamos hoy esos cuadros que todos amamos y admiramos.
La primera lectura del domingo nos invita a detenernos en un talento en particular, que es al mismo tiempo natural y espiritual: el talento de la femineidad, el talento de ser mujer. Contiene de hecho el conocido elogio de la mujer que comienza con las palabras: "Una mujer completa, ¿quién la encontrará?". Este elogio, tan bello, tiene un defecto, que no depende obviamente de la Biblia sino de la época en la que fue escrito y de la cultura que refleja. Si uno se fija, descubre que este talento está enteramente en función del hombre. Su conclusión es: bendito el hombre que tiene una mujer así. Ella le teje hermosos vestidos, honra a su casa, le permite caminar con la cabeza alta entre sus amigos. No creo que las mujeres sean hoy entusiastas de este elogio.
Dejando aparte este límite, quisiera subrayar la actualidad de este elogio de la mujer. Desde todas partes surge la exigencia de dar más espacio a la mujer, de valorar el genio femenino. Nosotros no creemos que "el eterno femenino nos salvará". La experiencia cotidiana muestra que la mujer puede "elevarnos a lo alto, pero también puede precipitarnos hacia abajo. También ella necesita ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por él y "liberada", en el plano humano, de las antiguas sujeciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos males inveterados que la amenazan: violencia, voluntad de poder, aridez espiritual, desprecio por la vida...
Después de tantas épocas que han tomado el nombre del hombre -la era del homo erectus, homo faber, hasta el homo sapiens, de hoy-, hay que augurar que se abra finalmente, para la humanidad entera, una era de la mujer: una era del corazón, de la ternura, de la compasión. Ha sido el culto a la Virgen el que ha inspirado, en los siglos pasados, el respeto por la mujer y su idealización en buena parte de la literatura y del arte. También la mujer de hoy puede mirarla a ella como modelo, amiga y aliada a la hora de defender su propia dignidad y el talento de ser mujer.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
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¿Hace falta ir a la iglesia para ser cristiano?
Meditación con motivo de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. - predicador de la Casa Pontificia -, a la liturgia del domingo próximo, 9 de noviembre, Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, catedral del obispo de Roma.
9 de noviembre: Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
Ezequiel 47,1-2.8-9.12; Salmo 45; I Corintios 3,9-13.16-17; Juan 2,13-22
¡Esta es la casa de Dios!
Este año, en lugar del XXXII domingo del tiempo ordinario, se celebra la fiesta de la dedicación de la iglesia-madre de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, dedicada en un primer momento al Salvador y después a San Juan Bautista. ¿Qué representa para la liturgia y para la espiritualidad cristiana la dedicación de una iglesia y la existencia misma de la iglesia, entendida como lugar de culto? Tenemos que comenzar con las palabras del Evangelio: "Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren".
Jesús enseña que el templo de Dios es, en primer lugar, el corazón del hombre que ha acogido su palabra. Hablando de sí y del Padre dice: "vendremos a él, y haremos morada en él" (Juan 14, 23) y Pablo escribe a los cristianos: "¿No sabéis que sois santuario de Dios?" (1 Corintios 3, 16). Por tanto, el creyente es templo nuevo de Dios. Pero el lugar de la presencia de Dios y de Cristo también se encuentra "donde están dos o tres reunidos en mi nombre" (Mateo 18, 20). El Concilio Vaticano II llama a la familia "iglesia doméstica" (Lumen Gentium, 11), es decir, un pequeño templo de Dios, precisamente porque gracias al sacramento del matrimonio es, por excelencia, el lugar en el que "dos o tres" están reunidos en su nombre.
¿Por qué, entonces, los cristianos damos tanta importancia a la iglesia, si cada uno de nosotros puede adorar al Padre en espíritu y verdad en su propio corazón o en su propia casa? ¿Por qué es obligatorio ir a la iglesia todos los domingos? La respuesta es que Jesucristo no nos salva por separado; vino a formar un pueblo, una comunidad de personas, en comunión con Él y entre sí.
Lo que es la casa para una familia, lo es la iglesia para la familia de Dios. No hay familia sin una casa. Una de las películas del neorrealismo italiano que todavía recuerdo es "El techo" ("Il tetto"), escrita por Cesare Zavattini y dirigida por Vittorio De Sica. Dos jóvenes, pobres y enamorados, se casan, pero no tienen una casa. En las afueras de Roma tras la segunda guerra mundial, inventan un sistema para construir una, luchando contra el tiempo y la ley (si la construcción no llega hasta el techo, en la noche será demolida). Cuando al final terminan el techo están seguros de que tienen una casa y una intimidad propia, se abrazan felices; son una familia.
He visto repetirse esta historia en muchos barrios de ciudad, en pueblos y aldeas, que no tenían una iglesia propia y que han tenido que construirse una por su cuenta. La solidaridad, el entusiasmo, la alegría de trabajar juntos con el sacerdote para dar a la comunidad un lugar de culto y de encuentro son historias que valdría la pena llevar a la pantalla como en la película de De Sica...
Ahora bien, tenemos que evocar también un fenómeno doloroso: el abandono en masa de la participación en la iglesia y, por tanto, en la misa dominical. Las estadísticas sobre la práctica religiosa son como para echarse a llorar. Esto no quiere decir que quien no va a la iglesia haya perdido necesariamente la fe; no, lo que sucede es que se sustituye a la religión instituida por Cristo por la llamada religión "a la carta". En Estados Unidos dicen "pick and choose", toma y escoge. Como en el supermercado. Dejando la metáfora, cada quien se hace su propia idea de Dios, de la oración y se queda tan tranquilo.
Se olvida, de este modo, que Dios se ha revelado en Cristo, que Cristo predicó un Evangelio, que fundó una ekklesia, es decir, una asamblea de llamados, que instituyó los sacramentos, como signos y transmisores de su presencia y de su salvación. Ignorar todo esto para crear la propia imagen de Dios expone al subjetivismo más radical. Uno deja de confrontarse con los demás, sólo lo hace consigo mismo. En este caso, se verifica lo que decía el filósofo Feuerbach: Dios queda reducido a la proyección de las propias necesidades y deseos. Ya no es Dios quien crea al hombre a su imagen, sino que el hombre crea un dios a su imagen. ¡Pero es un Dios que no salva!
Ciertamente una religiosidad conformada sólo por prácticas exteriores no sirve de nada; Jesús se opone a ella en todo el Evangelio. Pero no hay oposición entre la religión de los signos y de los sacramentos y la íntima, personas; entre el rito y el espíritu. Los grandes genios religiosos (pensemos en Agustín, Pascal, Kierkegaard, Manzoni) eran hombres de una interioridad profunda y sumamente personal y, al mismo tiempo, estaban integrados en una comunidad, iban a su iglesia, eran "practicantes".
En las Confesiones (VIII,2), san Agustín narra cómo tiene lugar al conversión al paganismo del gran orador y filósofo romano Victorino. Al convencerse de la verdad del cristianismo, decía al sacerdote Simpliciano: "Ahora soy cristiano". Simpliciano le respondía: "No te creo hasta que te vea en la iglesia de Cristo". El otro le preguntó: "Entonces, ¿son las paredes las que nos hacen cristianos?". Y el tema quedó en el aire. Pero un día Victorino leyó en el Evangelio la palabra de Cristo: "quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre". Comprendió que el respeto humano, el miedo de lo que pudieran decir sus colegas, le impedía ir a la iglesia. Fue a ver a Simpliciano y le dijo: "Vamos a la iglesia, quiero hacerme cristiano". Creo que esta historia tiene algo que decir hoy a más de una persona de cultura.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Solemnidad de los santos y conmemoración de los difuntos
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 31 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, con motivo de la solemnidad de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos.
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XXXI Domingo
Sabiduría 3, 1-9; Apocalipsis 21, 1-5.6-7; Mateo 5, 1-12
La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos tienen algo en común y, por este motivo, han sido colocadas una tras otra. Incluso el pasaje evangélico es el mismo, la página de las bienaventuranzas. Ambas celebraciones nos hablan del más allá. Si no creyéramos en una vida después de la muerte, no valdría la pena celebrar la fiesta de los santos y menos aún visitar el cementerio. ¿A quién visitaríamos o por qué encenderíamos una vela o llevaríamos una flor?
Por tanto, todo en este día nos invita a una sabia reflexión: "Enséñanos a contar nuestros días --dice un salmo-- y alcanzaremos la sabiduría del corazón". "Vivimos como las hojas del árbol en otoño" (G. Ungaretti). El árbol en primavera vuelve a florecer, pero con otras hojas; el mundo continuará después de nosotros, pero con otros habitantes. Las hojas no tienen una segunda vida, se pudren donde caen. ¿Nos pasa a nosotros lo mismo? Aquí termina la analogía. Jesús prometió: "Yo soy la resurrección y la vida, quien vive y cree en mí aunque muera vivirá". Es el gran desafío de la fe, no sólo de los cristianos, sino también de los judíos y de los musulmanes, de todos los que creen en un Dios personal.
Quienes han visto la película "Doctor Zivago" recordarán la famosa canción de Lara, la banda sonora. En la versión italiana dice: "No sé cuál es, pero hay un lugar del que nunca regresaremos...". La canción muestra el sentido de la famosa novela de Pasternac en la que se basa la película: dos enamorados que se encuentran, se buscan, pero a quienes el destino (nos encontramos en al tumultuosa época de la revolución bolchevique) separa cruelmente, hasta la escena final en la que sus caminos vuelven a cruzarse, pero sin reconocerse.
Cada vez que escucho las notas de esa canción, mi fe me lleva casi a gritar en mi interior: sí, hay un lugar del que nunca regresaremos y del que no querremos regresar. Jesús ha ido a prepararlo para nosotros, nos ha abierto la vida con su resurrección y nos ha indicado el camino para seguirlo con el pasaje de las bienaventuranzas. Un lugar en el que el tiempo se detendrá para dejar paso a la eternidad; donde el amor será pleno y total. No sólo el amor de Dios y por Dios, sino también todo amor honesto y santo vivido en la tierra.
La fe no exime a los creyentes de la angustia de tener que morir, pero la alivia con la esperanza. El prefacio de la misa de mañana dice: "Si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la esperanza de la inmortalidad futura". En este sentido hay un testimonio conmovedor que también se enmarca en Rusia. En 1972, en una revista clandestina se publicó una oración encontrada en el bolsillo de la chaqueta del soldado Aleksander Zacepa, compuesta poco antes de la batalla en la que perdió al vida en la segunda guerra mundial. Dice así.
¡Escucha, oh Dios! En mi vida no he hablado ni una sola vez contigo, pero hoy me vienen ganas de hacer fiesta. Desde pequeño me han dicho siempre que Tú no existes... Y yo, como un idiota, lo he creído.
Nunca he contemplado tus obras, pero esta noche he visto desde el cráter de una granada el cielo lleno de estrellas y he quedado fascinado por su resplandor. En ese instante he comprendido qué terrible es el engaño... No sé, oh dios, si me darás tu mano, pero te digo que Tú me entiendes...
¿No es algo raro que en medio de un espantoso infierno se me haya aparecido la luz y te haya descubierto?
No tengo nada más que decirte. Me siento feliz, pues te he conocido. A medianoche tenemos que atacar, pero no tengo miedo, Tú nos ves.
¡Han dado la señal! Me tengo que ir. ¡Qué bien se estaba contigo! Quiero decirte, y Tú lo sabes, que la batalla será dura: quizá esta noche vaya a tocar a tu puerta. Y si bien hasta ahora no he sido tu amigo, cuando vaya, ¿me dejarás entrar?
Pero, ¿qué me pasa? ¿Lloro? Dios mío, mira lo que me ha pasado. Sólo ahora he comenzado a ver con claridad... Dios mío, me voy... Será difícil regresar. Qué raro, ahora la muerte no me da miedo".
Traducción realizada por Jesús Colina
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El amor hace ver al otro como es en realidad
ROMA, viernes 24 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. – predicador de la Casa Pontificia –, a la liturgia del domingo próximo, 24 de octubre.
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XXX Domingo del Tiempo Ordinario
Éxodo 22, 20-26; 1 Tesalonicenses 1,5c-10; Mateo 22, 34-40
Amarás a tu prójimo como a ti mismo
“Amarás al prójimo como a ti mismo”. Añadiendo las palabras “como a ti mismo”, Jesús nos ha puesto delante un espejo al que no podemos mentir; nos ha dado una medida infalible para descubrir si amamos o no al prójimo. Sabemos muy bien, en cada circunstancia, qué significa amarnos a nosotros mismos y qué querríamos que los demás hicieran por nosotros. Jesús no dice, nótese bien: “Lo que el otro te haga, házselo tú a él”. Esto sería aún la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Dice: lo que tú quisieras que el otro te hiciera házselo tú a él (cf. Mt 7, 12), que es muy distinto.
Jesús consideraba el amor al prójimo como “su mandamiento”, en el que se resume toda la Ley. “Este es el mandamiento mio: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Muchos identifican el entero cristianismo con el precepto del amor al prójimo, y no están del todo desencaminados. Pero debemos intentar ir un poco más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla del amor al prójimo el pensamiento va en seguida a las “obras” de caridad, a las cosas que hay que hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarlo; es decir, ayudar al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficiencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien, viene el querer.
La caridad debe ser “sin fingimientos”, es decir, sincera (literalmente, “sin hipocresía”) (Rm 12, 9); si debe amar “verdaderamente de corazón” (1 Pe 1,22). Se puede de hecho hacer caridad o limosna por muchos motivos que no tienen nada que ver con el amor: por quedar bien, por parecer benefactores, para ganarse el paraíso, incluso por remordimientos de conciencia. Mucha caridad que hacemos a los países del tercer mundo no está dictada por el amor, sino por el remordimiento. Nos damos cuenta de la diferencia escandalosa que existe entre nosotros y ellos, y nos sentimos en parte responsables de su miseria. ¡Se puede tener poca caridad, también “haciendo caridad”!
Está claro que sería un error fatal contraponer entre sí el amor del corazón y la caridad de los hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás, para encontrar una excusa a la propia falta de caridad actual y concreta. Si encuentras a un pobre hambriento y entumecido de frío, decía Santiago, ¿de qué sirve decir “Pobre, vé, calientate, come algo”, pero no le das nada de lo que necesita? “Hijos míos, añade el evangelista Juan, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn, 3,18). No se trata por tanto de subestimar las obras externas de caridad, sino de hacer que éstas tengan su fundamento en un genuino sentimiento de amor y benevolencia.
Esta caridad del corazón o interior es la caridad que todos y siempre podemos ejercer, es universal. No es una caridad que algunos -los ricos y sanos- pueden solamente dar y otros -los pobres y enfermos- pueden solo recibir. Todos podemos hacerla y recibirla. Además es muy concreta. Se trata de empezar a mirar con nuevos ojos las situaciones y las personas con las que vivimos. ¿Con qué ojos? Es sencillo: los ojos con que quisiéramos que Dios nos mirara a nosotros. Ojos de excusa, de benevolencia, de comprensión, de perdón...
Cuando esto sucede, todas las relaciones cambian. Caen, como por milagro, todos los motivos de prevención y hostilidad que nos impedían amar a cierta persona, y ésta empieza a parecernos por lo que es en realidad: una pobre criatura humana que sufre por sus debilidades y límites, como tú, como todos. Es como si la máscara que todos los hombres y las cosas llevan puesta en el rostro cayeran, y la persona nos apareciera como lo que es realmente.
[Traducción por Inma Álvarez]
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Humanizar la política, un deber para el cristiano
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes 17 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. – predicador de
la Casa Pontificia –, a la liturgia del domingo próximo, 19 de octubre.
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XXIX Domingo del tiempo ordinario
Isaías, 45, 1.4-6; 1ª Tesalonicenses 1, 1-5b; Mateo 22, 15-21
“Al César lo que
es del César”
El Evangelio de este domingo termina con una de aquellas frases lapidarias de Jesús que han dejado una marca profunda en la historia y en el lenguaje humano: “Dad al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios”. No más: o César o Dios, sino: uno y otro, cada uno en su lugar. Es el comienzo de la separación entre religión y política, hasta entonces inseparables en todos los pueblos y regímenes. Los hebreos estaban acostumbrados a concebir el futuro reino de Dios instaurado por el Mesías como una “teocracia”, es decir, como un gobierno dirigido por Dios en toda la tierra a través de su pueblo. Ahora en cambio, la palabra de Cristo revela un reino de Dios que “está” en el mundo pero que no “es” de este mundo, que camina en una longitud de onda distinta y que, por ello, coexiste con cualquier otro régimen, sea de tipo sacro o “laico”.
Se revelan así dos tipos cualitativamente diversos de soberanía de Dios en el mundo: la “soberanía espiritual” que constituye el reino de Dios y que ejerce directamente en Cristo, y la “soberanía temporal” o política, que Dios ejerce directamente, confiandola a la libre elección de las personas y al juego de las causas segundas.
César y Dios, sin embargo, no están al mismo nivel, porque también César depende de Dios y debe rendirle cuentas. “Dad a César lo que
es de César” significa, por tanto: “Dad a César lo que 'Dios mismo quiere' que le sea dado a César”. Dios es el soberano de todos, César incluido. No estamos divididos entre dos pertenencias, no estamos obligados a servir “a dos señores”. El cristiano es libre de obedecer al Estado, pero también de resistir al Estado cuando éste se pone contra Dios y su ley. En este caso, no vale invocar el principio del orden recibido de los superiores, como suelen hacer ante los tribunales los responsables de crímenes de guerra. Antes que a los hombres, hay que obedecer a Dios y a la propia conciencia. Ya no se puede dar a César el alma que es de Dios.
El primero en sacar conclusiones prácticas de esta enseñanza de Cristo fue san Pablo. Escribió: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino.. Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio” (Rom 13, 1 ss.). Pagar lealmente los impuestos para un cristiano (también para toda persona honrada) es un deber de justicia y por tanto un deber de conciencia. Garantizando el orden, el comercio y todos los demás servicios, el Estado da al ciudadano algo por lo que tiene derecho a una contrapartida, precisamente para poder seguir dando estos servicios.
La evasión fiscal, cuando alcanza ciertas proporciones -nos recuerda el Catecismo de
la Iglesia Católica- es un pecado mortal, similar al de cualquier robo grave. Es un robo hecho no al “Estado”, o sea, a nadie, sino a la comunidad, es decir, a todos. Esto supone naturalmente que también el Estado sea justo y equitativo cuando impone las tasas.
La colaboración de los cristianos en la construcción de una sociedad justa y pacífica no se agota con pagar los impuestos; debe extenderse también a la promoción de valores comunes, como la familia, la defensa de la vida, la solidaridad con los más pobres,
la paz. Hay también otro ámbito en el que los cristianos deberían dar una contribución más grande a la política. No tiene tanto que ver con los contenidos como con los métodos, el estilo. Es necesario desempozoñar el clima de lucha permanente, procurar mayor respeto, compostura y dignidad en las relaciones entre partidos. Respeto al prójimo, moderación, capacidad de autocrítica: son rasgos que un discípulo de Cristo debe llevar a todas las cosas, también a la política. Es indigno de un cristiano abandonarse a insultos, sarcasmo, rebajarse a riñas con los adversarios. Si, como decía Jesús, quien dice al hermano “estúpido” ya es reo de la Gehenna, ¿qué será de muchos políticos?
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
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El peligro de dejar lo importante por lo urgente
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes 10 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. – predicador de la Casa Pontificia –, a la liturgia del domingo próximo, 12 de octubre.
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XXVIII Domingo del tiempo ordinario
Isaías 25, 6-10a; Filipenses 4, 12-14.19-20; Mateo 22, 1-14
Lo importante y lo urgente
Es instructivo observar cuáles son los motivos por los que los invitados de la parábola se negaron a venir al banquete. Mateo dice que ellos “no hicieron caso” de la invitación y “se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio”. El evangelio de Lucas, en este punto, es más detallado y presenta así los motivos del rechazo: “He compardo un campo y tengo que ir a verlo... He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas... Me he casado, y por eso no puedo ir” (Lc 14, 18-20).
¿Qué tienen en común estos diversos personajes? Todos los tres tienen algo urgente que hacer, algo que no puede esperar, que reclama inmediatamente su presencia. ¿Y qué representa en cambio el banquete nupcial? Este indica los bienes mesiánicos, la participación en la salvación conseguida por Cristo, y por tanto la posibilidad de vivir eternamente. El banquete representa, por tanto, lo más importante en la vida, es más, lo único importante. Está claro entonces, en qué consiste el error cometido por los invitados; consiste en abandonar lo importante por lo urgente, ¡lo esencial por lo contingente! Ahora bien, éste es un riesgo tan difundido e insidioso, no sólo en el plano religioso, sino también en el puramente humano, que vale la pena reflexionar un poco sobre él.
Ante todo, precisamente, en el plano religioso. Abandonar lo importante por lo urgente, en el plano espiritual, significa retrasar continuamente el cumplimiento de los deberes religiosos, porque cada vez se presenta algo urgente que hacer. Es domingo y es hora de ir a misa, pero está pendiente esta visita, ese trabajillo en el jardín, la comida que preparar. La Misa puede esperar, la comida no; por tanto, se retrasa la misa y se arrima uno a los fuegos.
He dicho que el peligro de abandonar lo importante por lo urgente está presente también en el ámbito humano, en la vida de todos los días, y quisiera señalar también a esto. Para un hombre es ciertamente importantísimo dedicar tiempo a la familia, a estar con los hijos, dialogar con ellos si son grandes y jugar con ellos si son pequeños. Pero en el último momento se presentan siempre cosas urgentes que terminar en la oficina, horas extraordinarias que hacer, y se deja para otra vez, acabando por llegar a casa demasiado tarde y demasiado cansados para pensar en otra cosa.
Para un hombre o una mujer es importantísima ir de vez en cuando a visitar al anciano padre que vive solo en casa o en algún asilo. Para cualquiera es algo importantísimo visitar a un conocido enfermo para mostrarse su apoyo y hacer algún servicio práctico por él. Pero no es urgente, si lo dejas para más adelante aparentemente no se hunde el mundo, quizas nadie si dé cuenta. Y así se deja para más adelante.
Lo mismo pasa con el cuidado de la propia salud, que también está entre las cosas importantes. El médico, o simplemente en físico, advierte que hay que cuidarse, tomar un periodo de descanso, evitar el estrés... Se contesta: sí, lo haré, por supuesto, apenas termine ese trabajo, cuando haya arreglado la casa, cuando haya pagado todas las deudas... Hasta que uno se da cuenta que es demasiado tarde. Ahí está el engaño: se pasa uno la vida persiguiendo mil pequeñas cosas que arreglar y nunca se encuentra tiempo para las cosas que verdaderamente inciden en las relaciones humanas y pueden dar verdadera alegría (y, abandonadas, la verdadera tristeza) en la vida. Así vemos como el Evangelio, indirectamente, es también escuela de vida; nos enseña a establecer prioridades, a tender a lo esencial. En una palabra, a no perder lo importante por lo urgente, como sucedió a los invitados de nuestra parábola.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
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Predicador del Papa: “no hay que banalizar la tragedia de la prostitución”
ROMA, viernes 26 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, 28 de septiembre.
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
Ezequiel 18,25-28, Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32
"Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos"
"Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: 'Hijo, vete hoy a trabajar en la viña'. Y él respondió: 'No quiero', pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: 'Voy, Señor', y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? El primero, le dicen".
El hijo de la parábola que dice "sí" pero no lo hace representa a aquellos que conocían a Dios y seguían su ley, pero después en su actuación práctica, cuando se trataba de acoger a Cristo que era "el fin de la ley", se echaron atrás. El hijo que dice no y hace sí representa a aquellos que en un tiempo vivían fuera de la Ley y de la voluntad de Dios, pero después, ante Jesús, se han arrepentido y han acogido en Evangelio. De aquí la conclusión que Jesús pone ante "los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo": "En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios".
Ningún dicho de Cristo ha sido más manipulado que éste. Se ha acabado por crear a veces una especie de aura evangélica en torno a la categoría de las prostitutas, idealizándolas y oponiéndolas a los llamados "bienpensantes", que serían todos los demás, indistintamente, escribas y fariseos hipócritas. La literatura está llena de prostitutas "buenas". ¡Baste pensar en la Traviata de Verdi, o en la humilde Sonia de Crimen y castigo de Dostoyewski!
Pero esto es un terrible malentendido. Jesús pone un caso límite, como diciendo: "incluso las prostitutas --y es mucho decir-- os precederán en el reino de Dios". La prostitución es vista con toda su seriedad, y tomada como término de comparación para establecer la gravedad del pecado de quien rechaza obstinadamente la verdad.
Hay que darse cuenta, además, de que idealizando la categoría de las prostitutas, se suele idealizar también la de los publicanos, que siempre la acompaña el Evangelio; es decir, los usureros. Si Jesús acerca entre ellas estas dos categorías no es, por otro lado, sin un motivo: unos y otras han puesto al dinero por encima de todo en la vida.
Sería trágico si esta palabra del Evangelio hiciera que los cristianos perdieran el empeño por combatir el fenómeno degradante de la prostitución, que ha asumido hoy proporciones alarmantes en nuestras ciudades. Jesús sentía demasiado respeto por la mujer para no sufrir, él en primer lugar, por lo que ésta llega a ser cuando se reduce a esta situación. Es por ello que él aprecia a la prostituta no por su forma de vivir, sino por su capacidad de cambiar y de poner al servicio del bien su propia capacidad de amar. Como la Magdalena que, tras convertirse, siguió a Cristo hasta la cruz y se convirtió en la primera testigo de la resurrección (suponiendo que fuera una de ellas).
Lo que Jesús quería inculcar con esa palabra suya lo dice claramente al final: los publicanos y las prostitutas se convirtieron con la predicación de Juan el Bautista; los príncipes de los sacerdotes y de los ancianos no. El Evangelio no nos empuja por tanto a promover campañas moralizadoras contra las prostitutas, pero tampoco a tomar a broma este fenómeno, como si no tuviera importancia.
Hoy, por otro lado, la prostitución se presenta bajo una forma nueva, pues consigue producir dinero a patadas sin ni siquiera correr los tremendos riesgos que siempre han corrido las pobres mujeres condenadas a la calle. Esta forma consiste en vender el propio cuerpo, quedándose tranquilamente tras una máquina fotográfica o una cámara de vídeo, bajo la luz de los reflectores. Lo que la mujer hace cuando se presta a la pornografía y a ciertos excesos de la publicidad es vender su propio cuerpo a las miradas en lugar de al contacto. Es prostitución pura y dura, y peor que la tradicional, porque se impone públicamente y no respeta la libertad ni los sentimientos de la gente.
Pero hecha esta necesaria denuncia, traicionaríamos el espíritu del Evangelio si no sacáramos a la luz también la esperanza que esta palabra de Cristo ofrece a las mujeres que, por diversas circunstancias de la vida (a menudo por desesperación), se encuentran en la calle, las más de las veces, víctimas de explotadores sin escrúpulos. El Evangelio es "evangelio", es decir, buena noticia, noticia de rescate, de esperanza, también para las prostitutas. Es más, ante todo para ellas. Jesús quiso que así fuera. Traducción del original italiano realizada por Inma Álvarez
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Predicador del Papa: La paga del Reino es igual para todos
ROMA, viernes 19 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, 21 de septiembre.
XXV Domingo del tiempo ordinario
Isaías 55, 6-9; Filipenses 1,20c-27a; Mateo 20 1-16a
"Id también vosotros a mi viña"
La parábola de los trabajadores enviados a trabajar en la viña en horas distintas del día ha creado siempre grandes dificultades a los lectores del Evangelio. ¿Es aceptable la manera de actuar del dueño, que da la misma paga a quienes han trabajado una hora y a quienes han trabajado una jornada entera? ¿No viola el principio de la justa recompensa? Los sindicatos hoy se sublevarían a quien se comportara como ese patrón.
La dificultad nace de un equívoco. Se considera el problema de la recompensa en abstracto y en general, o en referencia a la recompensa eterna en el cielo. Visto así, se daría efectivamente una contradicción con el principio según el cual Dios "da a cada uno según sus obras" (Rm 2, 6). Pero Jesús se refiere aquí a una situación concreta, a un caso bien preciso: el único denario que se les da a todos es el Reino de los Cielos que Jesús ha traído a la tierra; es la posibilidad de entrar a formar parte de la salvación mesiánica. La parábola comienza diciendo: "El Reino de los cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana...".
El problema es, una vez más, el de la postura de los judíos y de los paganos, o de los justos y los pecadores, de cara a la salvación anunciada por Jesús. Aunque los paganos (respectivamente, los pecadores, los publicanos, las prostitutas, etc.) sólo ante la predicación de Jesús se han decidido por Dios, mientras que antes estaban alejados ("ociosos"), no por ello ocuparán en el reino un lugar distinto e inferior. Ellos también se sentarán a la misma mesa y gozarán de la plenitud de los bienes mesiánicos. Es más, como ellos se han mostrado más dispuestos a acoger el Evangelio, que no los llamados "justos", se realiza lo que Jesús dice para concluir la parábola de hoy: "los últimos serán primeros y los primeros, últimos".
Una vez conocido el Reino, es decir, una vez abrazada la fe, entonces sí que hay lugar para la diversificación. Entonces ya no es idéntica la suerte de quienes sirven a Dios durante toda la vida, haciendo rendir al máximo sus talentos, respecto a quien da a Dios solo las sobras de su vida, con una confesión remediada, de alguna forma, en el último momento.
La parábola contiene también una enseñanza de orden espiritual de la máxima importancia: Dios llama a todos y llama en todas las horas. El problema, en suma, es la llamada, y no tanto la recompensa. Esta es la forma con que nuestra parábola fue utilizada en la exhortación de Juan Pablo II sobre "vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo"(Christifideles laici). "Los fieles pertenecen a ese pueblo de Dios que está prefigurado por los obreros de la viña... Id también vosotros a mi viña. La llamada no se dirige solo a los pastores, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, sino que se extiende a todos. También los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor" (nr.1-2).
Quisiera llamar la atención sobre un aspecto que quizás sea marginal en la parábola, pero que es muy sentido y vital en la sociedad moderna: el problema del desempleo. A la pregunta del propietario: "¿Por qué estáis aquí todo el día parados?", los trabajadores contestan: "Es que nadie nos ha contratado". Esta respuesta podría ser dada hoy por millones de desempleados.
Jesús no era insensible a este problema. Si describe tan bien la escena es porque muchas veces su mirada se había posado con compasión sobre aquellos corros de hombres sentados en el suelo, o apoyados en una tapia, con un pie contra la pared, en espera de ser "fichados". Ese propietario sabe que los obreros de la última hora tienen las mismas necesidades que los otros, también ellos tienen niños a los que alimentar, como los tienen los de la primera hora. Dando a todos la misma paga, el propietario muestra no tener sólo en cuenta el mérito, sino también la necesidad. Nuestras sociedades capitalistas basan la recompensa únicamente en el mérito (a menudo más nominal que real) y en la antigüedad en el servicio, y no en las necesidades de la persona. En el momento en que un joven obrero o un profesional tiene más necesidad de ganar para hacerse una casa y una familia, su paga resulta la más baja, mientras que al final de la carrera, cuando uno ya tiene menos necesidades, la recompensa (especialmente en ciertas categorías sociales) llega a las nubes. La parábola de los obreros de la viña nos invita a encontrar un equilibrio más justo entre las dos exigencias del mérito y de la necesidad.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
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Predicador del Papa: La Cruz que no aplasta, sino que ensalza
ROMA, viernes, 12 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
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La Exaltación de la Santa Cruz
Números 21, 4-9; Filipenses 2, 6-11; Juan 3, 13-17
Igual que Moisés levantó una serpiente en el desierto...
Actualmente la cruz ya no se presenta a los fieles en su aspecto de sufrimiento, de dura necesidad de la vida o incluso como un camino para seguir a Cristo, sino en su aspecto glorioso, como motivo de honor, no de llanto. Ante todo digamos algo sobre el origen de esta fiesta. Recuerda dos acontecimientos distantes en el tiempo. El primero es la inauguración, por parte del emperador Constantino, de dos basílicas, una en el Gólgota, otra en el sepulcro de Cristo, en el año 325. El otro suceso, en el siglo VII, es la victoria cristiana contra los persas, que llevó a la recuperación de las reliquias de la cruz y su devolución triunfal a Jerusalén. Sin embargo con el paso del tiempo la fiesta ha adquirido un significado autónomo. Se ha convertido en una celebración gloriosa del misterio de la cruz, que siendo instrumento de ignominia y de suplicio, Cristo transformó en instrumento de salvación.
Las lecturas reflejan esta perspectiva. La segunda lectura vuelve a proponer el célebre himno de la Carta a los Filipenses, donde se contempla la cruz como el motivo de la mayor "exaltación" de Cristo: "Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre". También el Evangelio habla de la cruz como del momento en el que "el Hijo del hombre ha sino levantado para que todo el que crea tenga por Él vida eterna".
Ha habido, en la historia, dos modos fundamentales de representar la cruz y el crucifijo. Los llamamos, por comodidad, el modo antiguo y el moderno. El modo antiguo, que se puede admirar en los mosaicos de las antiguas basílicas y en los crucifijos del arte románico, es glorioso, festivo, lleno de majestad. La cruz, frecuentemente sola, sin crucifijo, aparece constelada de gemas, proyectada en un cielo estrellado, y bajo ella la inscripción: "Salvación del mundo, salus mundi", como en un célebre mosaico de Rávena.
En los crucifijos de madera del arte románico, este tipo de representación se expresa en el Cristo que reina con vestiduras reales y sacerdotales desde la cruz, con los ojos abiertos, la mirada al frente, sin sombra de sufrimiento, sino radiante de majestad y victoria, ya no coronado de espinas, sino de gemas. Es la traducción del versículo del salmo: "Dios reinó desde el madero"(regnavit a ligno Deus). Jesús hablaba de su cruz en estos mismos términos: como el momento de su "exaltación": "Y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).
La forma moderna comienza con el arte gótico y se acentúa cada vez más, hasta convertirse en el modo ordinario de representar el crucifijo. Un ejemplo extremo es la crucifixión de Matthias Grünewald en el Altar de Isenheim. Las manos y los pies se retuercen como zarzas alrededor de los clavos, la cabeza agoniza bajo un haz de espinos, el cuerpo cubierto de llagas. Igualmente los crucifijos de Velázquez y de Dalí y de muchos otros pertenecen a este tipo.
Los dos modos evidencian un aspecto verdadero del misterio. La forma moderna -dramática, realista, desgarradora- representa la cruz vista, por así decirlo, por delante, "de cara", en su cruda realidad, en el momento en que se muere en ella. La cruz como símbolo del mal, del sufrimiento del mundo y de la tremenda realidad de la muerte. La cruz se representa aquí "en sus causas", esto es, en aquello que, habitualmente, la ocasiona: el odio, la maldad, la injusticia, el pecado.
El mundo antiguo evidenciaba no las causas, sino los efectos de la cruz; no aquello que produce la cruz, sino lo que es producido por la cruz: reconciliación, paz, gloria, seguridad, vida eterna. La cruz que Pablo define "gloria" u "honor" del creyente. La festividad del 14 de septiembre se llama "exaltación" de la cruz porque celebra precisamente este aspecto "exaltante" de la cruz.
Hay que unir, a la forma moderna de considerar la cruz, la antigua: redescubrir la cruz gloriosa. Si en el momento en que se experimentaba la prueba, podía ser útil pensar en Jesús clavado en la cruz entre dolores y espasmos, porque esto hacía que lo sintiéramos cercano a nuestro dolor, ahora hay que pensar en la cruz de otro modo. Me explico con un ejemplo. Hemos perdido recientemente a una persona querida, tal vez después de meses de gran sufrimiento. Pues bien: no hay que seguir pensando en ella como estaba en su lecho, en tal circunstancia, en tal otra, a qué punto se había reducido al final, qué hacía, qué decía, tal vez torturando mente y corazón, alimentando inútiles sentimientos de culpa. Todo esto ha terminado, ya no existe, es irreal; actuando así no hacemos más que prolongar el sufrimiento y conservarla artificialmente con vida.
Hay madres (no lo digo para juzgarlas, sino para ayudarlas) que después de haber acompañado durante años a un hijo en su calvario, cuando el Señor lo ha llamado consigo, rechazan vivir de otra forma. En casa todo debe permanecer como estaba en el momento de la muerte del hijo; todo debe hablar de él; visitas continuas al cementerio. Si hay otros niños en la familia, deben adaptarse a vivir también ellos en este clima tapizado de muerte, con grave perjuicio psicológico. Cada manifestación de alegría en casa les parece una profanación. Estas personas son las que necesitan más descubrir el sentido de la fiesta del 14 de septiembre: la exaltación de la cruz. Ya no eres tú quien lleva la cruz, sino la cruz quien te lleva a ti; la cruz que no te aplasta, sino que te levanta.
Hay que pensar en la persona querida como es ahora que "todo ha terminado". Así hacían con Jesús los artistas antiguos. Lo contemplaban como es ahora, como está: resucitado, glorioso, feliz, sereno, sentado en el mismo trono de Dios, con el Padre que ha "enjugado toda lágrima de sus ojos" y le ha dado "todo poder en los cielos y en la tierra". Ya no entre los espasmos de la agonía y de la muerte. No digo que se pueda siempre dominar el propio corazón e impedir que sangre con el recuerdo de lo sucedido, pero hay que procurar que prevalezca la consideración de fe. Si no, ¿para qué sirve la fe?
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Predicador del Papa: Al corregir, la primera regla es el amor
ROMA, viernes, 5 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo.
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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario Ezequiel 33, 7-9; Romanos 13, 8-10; Mateo 18, 15-20
Si tu hermano llega a pecar...
En el Evangelio de este domingo leemos: "En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: 'Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado un hermano' ". Jesús habla de toda culpa; no restringe el campo sólo a la que se comete contra nosotros. En este último caso de hecho es prácticamente imposible distinguir si lo que nos mueve es el celo por la verdad o nuestro amor propio herido. En cualquier caso, sería más una autodefensa que una corrección fraterna. Cuando la falta es contra nosotros, el primer deber no es la corrección, sino el perdón.
¿Por qué dice Jesús: "repréndele a solas"? Ante todo por respeto al buen nombre del hermano, a su dignidad. Lo peor sería pretender corregir a un hombre en presencia de su esposa, o a una mujer en presencia de su marido; a un padre delante de sus hijos, a un maestro en presencia de sus alumnos, a un superior ante sus subordinados. Esto es, en presencia de las personas cuyo respeto y estima a uno le importa más. El asunto se convierte inmediatamente en un proceso público. Será muy difícil que la persona acepte de buen grado la corrección. Le va en ello su dignidad.
Dice "a solas tú con él" también para dar a la persona la posibilidad de defenderse y explicar su propia acción con toda libertad. Muchas veces, en efecto, aquello que a un observador externo le parece una culpa, en la intención de quien la ha cometido no lo es. Una explicación sincera disipa muchos malentendidos. Pero esto deja de ser posible cuando el tema se pone en conocimiento de muchos.
Cuando por cualquier motivo no es posible corregir fraternamente, a solas, a la persona que ha errado, hay algo que absolutamente se debe evitar: la divulgación, sin necesidad, de la culpa del hermano, hablar mal de él o incluso calumniarle, dando por probado aquello que no lo es o exagerando la culpa. "No habléis mal unos de otros", dice la Escritura (St 4,11). El cotilleo no es menos malo o reprobable sólo porque ahora se le llame "gossip".
Una vez una mujer fue a confesarse con San Felipe Neri acusándose de haber hablado mal de algunas personas. El santo la absolvió, pero le puso una extraña penitencia. Le dijo que fuera a casa, tomara una gallina y volviera donde él desplumándola poco a poco a lo largo del camino. Cuando estuvo de nuevo ante él, le dijo: "Ahora vuelve a casa y recoge una por una las plumas que has dejado caer cuando venías hacia aquí". La mujer le mostró la imposibilidad: el viento las había dispersado. Ahí es donde quería llegar San Felipe. "Ya ves -le dijo- que es imposible recoger las plumas una vez que se las ha llevado el viento, igual que es imposible retirar murmuraciones y calumnias una vez que han salido de la boca".
Volviendo al tema de la corrección, hay que decir que no siempre depende de nosotros el buen resultado al hacer una corrección (a pesar de nuestras mejores disposiciones, el otro puede que no la acepte, que se obstine); sin embargo, depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen resultado... al recibir una corrección. De hecho la persona que "ha cometido la culpa" bien podría ser yo y el que corrige ser el otro: el marido, la mujer, el amigo, el hermano de comunidad o el padre superior.
En resumen, no existe sólo la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo el deber de corregir, sino también el deber de dejarse corregir. Más aún: aquí es donde se ve si uno ha madurado lo bastante como para corregir a los demás. Quien quiera corregir a otro debe estar dispuesto también a dejarse corregir. Cuando veáis a alguien que recibe una observación y le oigáis responder con sencillez: "Tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!", quitaos el sombrero: estáis ante un auténtico hombre o ante una auténtica mujer.
La enseñanza de Cristo sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dijo en otra ocasión: "¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo', no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?" (Lc 6, 41 s.).
Lo que Jesús nos ha enseñado sobre la corrección puede ser también muy útil en cuanto a la educación de los hijos. La corrección es uno de los deberes fundamentales del progenitor: "¿Qué hijo hay a quien su padre no corrige?"(Hb 12,7); y también: "Endereza la planta mientras está tierna, si no quieres que crezca irremediablemente torcida". La renuncia total a toda forma de corrección es uno de los peores servicios que se puede hacer a los hijos, y sin embargo hoy lamentablemente es frecuentísimo.
Sólo hay que evitar que la corrección misma se transforme en un acto de acusación o en una crítica. Al corregir más bien hay que circunscribir la reprobación al error cometido, no generalizarla rechazando en bloque a toda la persona y su conducta. Más aún: aprovechar la corrección para poner en primer plano todo el bien que se reconoce en el chaval y lo mucho que se espera de él, de manera que la corrección se presente más como un aliento que como una descalificación. Este era el método que usaba san Juan Bosco con sus chicos.
No es fácil, en casos individuales, comprender si es mejor corregir o dejar pasar, hablar o callar. Por eso es importante tener en cuenta la regla de oro, válida para todos los casos, que el Apóstol da en la segunda lectura: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor... El amor no hace mal al prójimo". Agustín sintetizó todo esto en la máxima "Ama y haz lo que quieras". Hay que asegurarse ante todo de que haya en el corazón una disposición fundamental de acogida hacia la persona. Después, lo que se decida hacer, sea corregir o callar, estará bien, porque el amor "jamás hace daño a nadie".
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Predicador del Papa: Es preciso negarse a sí mismo para poder vivir
Meditación sobre el pasaje evangélico del XXII domingo del tiempo ordinario
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 29 de agosto de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
Jeremías 20, 7-9; Romanos 12, 1-2; Mateo 16, 21-27
Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo
En el evangelio de este domingo escuchamos a Jesús que dice: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, coja su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por causa mía, la encontrará”.
¿Qué significa “negarse a sí mismo”? Es más, ¿por qué hay que negarse a sí mismo? Conocemos la indignación que suscitaba en el filósofo Nietzsche esta exigencia del Evangelio. Comienzo respondiendo con un ejemplo. Durante la persecución nazi, muchos trenes cargados de hebreos partían desde todas partes de Europa hacia los campos de exterminio. Se les convencía de subir a ellos con falsas promesas de llevarlos a lugares mejores por su bien, mientras que en cambio se les llevaba a la destrucción. A veces sucedía que en alguna parada del convoy, alguien que sabía la verdad gritaba a escondidas a los pasajeros: bajad, huid. Y alguno lo conseguía.
El ejemplo es un poco fuerte, pero expresa algo sobre nuestra situación. El tren de la vida en el que viajamos va hacia la muerte. Sobre esto, al menos, no hay dudas. Nuestro yo natural, siendo mortal, está destinado a terminar. Lo que el Evangelio nos propone cuando nos exhorta a renegar de nosotros mismos y a bajar de este tren, es subir a otro que conduce a la vida. El tren que conduce a la vida es la fe en Él, que ha dicho: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.
Pablo había realizado este “trasbordo”, y lo describe así: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”. Si asumimos el yo de Cristo nos convertimos en inmortales porque él, resucitado de la muerte, no muere más. Eso es lo que significan las palabras que hemos escuchado: “El que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa, la encontrara”. Por tanto, está claro que negarse a sí mismo no es una operación autolesionadora y renunciadora, sino el golpe de audacia más inteligente que podemos realizar en la vida.
Pero debemos hacer inmediatamente una precisión: Jesús no nos pide renegar de “lo que somos”, sino de “aquello en lo que nos hemos convertido”. Nosotros somos imagen de Dios, somos por tanto algo “muy bueno”, como dijo Dios mismo en el momento de crear al hombre y la mujer. De lo que tenemos que renegar no es de lo que Dios ha hecho, sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal nuestra libertad. En otras palabras, las tendencias malas, el pecado, todas esas cosas que son como incrustaciones posteriores superpuestas al original.
Hace unos años se descubrieron en el fondo del mar, a lo largo de las costas jónicas, dos masas informes que tenían un ligero parecido con cuerpos humanos, y que estaban recubiertas de incrustaciones marinas. Fueron sacadas a la superficie y limpiadas pacientemente. Hoy son los famosos “Bronces de Riace”(estatuas griegas de gran belleza, que representan a dos varones, y que están datadas en el siglo V antes de Cristo, n.d.t.) custodiados en el museo de Reggio Calabria, y están entre las esculturas más admiradas de la antigüedad.
Son ejemplos que nos ayudan a entender el aspecto positivo que hay en la propuesta del Evangelio. Nosotros nos parecemos, en el espíritu, a esas estatuas antes de su restauración. La bella imagen de Dios que deberíamos ser está recubierta de siete estratos que son los siete pecados capitales. Quizás sea conveniente traerlos a la memoria por si los hemos olvidado: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. San Pablo llama a esta imagen desfigurada “imagen terrestre”, en oposición a la “imagen celeste” que es la semejanza con Cristo.
“Negarse a sí mismo” no es por tanto una operación para la muerte sino para la vida, para la belleza y para la alegría. Consiste también en aprender el lenguaje del verdadero amor. Imagina, decía un gran filósofo del siglo pasado, Kierkegaard, una situación puramente humana. Dos jóvenes se aman. Pero pertenecen a dos pueblos diversos y hablan dos lenguas completamente diversas. Si su amor quiere sobrevivir y crecer, es necesario que uno de los dos aprenda el idioma del otro. En caso contrario, no podrán comunicarse y su amor no durará.
Así, comentaba, sucede entre Dios y nosotros. Nosotros hablamos hablamos el lenguaje de la carne, él el del espíritu; nosotros el del egoísmo, él el del amor. Negarse a sí mismo es aprender la lengua de Dios para poder comunicarnos con él, pero es también aprender la lengua que nos permite comunicarnos entre nosotros. No somos capaces de decir “sí” al otro, empezando por el propio cónyuge, si no somos capaces de decir “no” a nosotros mismos. Ciñéndonos al ámbito del matrimonio, muchos problemas y fracasos de la pareja dependen de que el hombre nunca se ha preocupado de aprender el modo de expresar el amor de la mujer, y la mujer el del hombre. También cuando habla de negarse a sí mismo, el Evangelio, como puede verse, está bastante menos alejado de la vida de lo que la gente cree.
[Traducción del original italiano realizada por Inmaculada Alvarez]
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Predicador del Papa: Jesús, ¿el mayor loco de la historia?
Meditación sobre el pasaje evangélico del XXI domingo del tiempo ordinario
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 22 de agosto de 2008 (ZENIT.org).-
Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia,
Isaías 22, 19-23; Romanos 11, 33-36; Mateo 16, 13-20
¿Quién decís vosotros que soy yo?
Existe, en la cultura y en la sociedad de hoy, un hecho que nos puede introducir a la comprensión del Evangelio de este domingo, y es el sondeo de las opiniones. Se practica un poco por todas partes, pero sobre todo en el ámbito político y comercial. También Jesús un día quiso hacer un sondeo de opinión, pero con fines, como veremos, muy diversos: no políticos sino educativos. Llegado a la región de Cesarea de Filipo, es decir, la región más al norte de Israel, en una pausa de tranquilidad, en la que estaba solo con los apóstoles, Jesús les dirigió a quemarropa la pregunta: "¿Quién dice la gente que es el hijo del Hombre?"
Parece como si los apóstoles no esperaran otra cosa para poder finalmente dar rienda suelta a todas las voces que circulaban a propósito de él. Responden: "Algunos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas". Pero a Jesús no le interesaba medir el nivel de su popularidad o su índice de simpatía entre la gente. Su propósito era bien diverso. A renglón seguido les pregunta: "¿Vosotros quién decís que soy yo?"
Esta segunda pregunta, inesperada, les descoloca completamente. Se entrecruzan silencio y miradas. Si en la primera pregunta se lee que los apóstoles respondieron todos juntos, en coro, esta vez el verbo es singular; sólo "respondió" uno, Simón Pedro: "¡Tú eres el Cristo, el hijo del Dios vivo!"
Entre las dos respuestas hay un salto abismal, una "conversión". Si antes, para responder, bastaba con mirar alrededor y haber escuchado las opiniones de la gente, ahora deben mirarse dentro, escuchar una voz bien distinta, que no viene de la carne ni de la sangre, sino del Padre que está en los cielos. Pedro ha sido objeto de una iluminación "de lo alto".
Se trata del primer auténtico reconocimiento, según los evangelios, de la verdadera identidad de Jesús de Nazaret. ¡El primer acto público de fe en Cristo de la historia! Pensemos en el surco dejado por un barco: se va ensanchando hasta perderse en el horizonte, pero comienza con una punta, que es la misma punta del barco. Así sucede con la fe en Jesucristo. Es un surco que ha ido ensanchándose en la historia, hasta llegar a los "últimos confines de la tierra". Pero empieza con una punta. Y esta punta es el acto de fe de Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". Jesús usa otra imagen, vertical no horizontal: roca, piedra. "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia".
Jesús cambia el nombre a Simón, como se hace en la Biblia cuando uno recibe una misión importante: lo llama "Kefas", Roca. La verdadera roca, la "piedra angular" es, y sigue siendo, él mismo, Jesús. Pero, una vez resucitado y ascendido al cielo, esta "piedra angular", aunque presente y operante, es invisible. Es necesario un signo que la represente, que haga visible y eficaz en la historia este "fundamento firme" que es Cristo. Y éste será precisamente Pedro, y, después del él, el que haga las veces de él, el Papa, sucesor de Pedro, como cabeza del Colegio de los apóstoles.
Pero volvamos a la idea del sondeo. El sondeo de Jesús, como hemos visto, se desarrolla en dos tiempos, comporta dos preguntas fundamentales: primero, "Quién dice la gente que soy yo?"; segundo, "¿Quién decís vosotros que soy yo? Jesús no parece dar mucha importancia a lo que la gente piensa de él; le interesa saber qué piensan sus discípulos. Les coge con ese "¿y vosotros quién decís que soy yo?". No permite que se atrincheren tras las opiniones de otros, quiere que digan su propia opinión.
La situación se repite, casi idéntica, en el día de hoy. También hoy "la gente", la opinión pública, tiene sus ideas sobre Jesús. Jesús está de moda. Miremos lo que sucede en el mundo de la literatura y del espectáculo. No pasa un año sin que salga una novela o una película con la propia visión, torcida y desacralizada, de Cristo. El caso del Código Da Vinci de Dan Brown ha sido el más clamoroso y está teniendo mucho imitadores.
Luego están los que se quedan a medio camino. Como la gente de su tiempo, cree que Jesús es "uno de los profetas". Una persona fascinante, se le coloca al lado de Sócrates, Gandhi, Tolstoi. Estoy seguro de que Jesús no desprecia estas respuestas, porque se dice de él que "no apaga el pábilo vacilante y no quiebra la caña cascada", es decir, sabe apreciar todo esfuerzo honesto por parte del hombre. Pero hay una respuesta que no cuadra, ni siquiera a la lógica humana. Gandhi o Tolstoi nunca han dicho "yo soy el camino, la verdad y la vida", o también "el que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí".
Con Jesús no se puede quedar uno a medio camino: o es lo que dice ser, o es el el mayor loco exaltado de la historia. No hay medias tintas. Existen edificios y estructuras metálicas (creo que una es la torre Eiffel de París) hechas de tal manera que si se toca un cierto punto, o se traslada cierto elemento, se derrumba todo. Así es el edificio de la fe cristiana, y ese punto neurálgico es la divinidad de Jesucristo. Pero dejemos las respuestas de la gente y vayamos a los no creyentes. No basta con creer en la divinidad de Cristo, es necesario también testimoniarla. Quien lo conoce y no da testimonio de esta fe, sino que la esconde, es más responsable ante Dios que el que no tiene esa fe. En una escena del drama "El padre humillado" de Claudel, una muchacha judía, hermosísima pero ciega, aludiendo al doble significado de la luz, pregunta a su amigo cristiano: "Vosotros que veis, ¿qué uso habéis hecho de la luz?". Es una pregunta dirigida a todos nosotros que nos confesamos creyentes.
[Traducción del original italiano realizada por Inmaculada Álvarez]
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Predicador del Papa: Dios escucha incluso cuando no escucha
Meditación sobre el pasaje evangélico del XX domingo del tiempo ordinario CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 agosto 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
Isaías 56, 1.6-7; Romanos 11, 13-15.29-32; Mateo 15, 21-28
Una mujer cananea se puso a gritar
Si Jesús hubiera escuchado a la mujer cananea a la primera petición, sólo habría conseguido la liberación de la hija. Habría pasado la vida con menos problemas. Pero todo hubiera acabado en eso y al final madre e hija morirían sin dejar huella de sí. Sin embargo, de este modo su fe creció, se purificó, hasta arrancar de Jesús ese grito final de entusiasmo: "Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas". Desde aquel instante, constata el Evangelio, su hija quedó curada. Pero, ¿qué le sucedió durante su encuentro con Jesús? Un milagro mucho más grande que el de la curación de la hija. Aquella mujer se convirtió en una "creyente", una de las primeras creyentes procedentes del paganismo. Una pionera de la fe cristiana. Nuestra predecesora.
¡Cuánto nos enseña esta sencilla historia evangélica! Una de las causas más profundas de sufrimiento para un creyente son las oraciones no escuchadas. Hemos rezado por algo durante semanas, meses y quizá años. Pero nada. Dios parecía sordo. La mujer Cananea se presenta siempre como maestra de perseverancia y oración.
Quien observara el comportamiento y las palabras que Jesús dirigió a aquella pobre mujer que sufría, podía pensar que se trataba de insensibilidad y dureza de corazón. ¿Cómo se puede tratar así a una madre afligida? Pero ahora sabemos lo que había en el corazón de Jesús y que le hacía actuar así. Sufría al presentar sus rechazos, trepidaba ante el riesgo de que ella se cansara y desistiera. Sabía que la cuerda, si se estira demasiado, puede romperse. De hecho, para Dios también existe la incógnita de la libertad humana, que hace nacer en él la esperanza. Jesús esperó, por eso, al final, manifiesta tanta alegría. Es como si hubiera vencido junto a la otra persona.
Dios, por tanto, escucha incluso cuando... no escucha. En él, la falta de escucha es ya una manera de atender. Retrasando su escucha, Dios hace que nuestro deseo crezca, que el objeto de nuestra oración se leve; que de lo material pasemos a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno, de los pequeño a lo grande. De este modo, puede darnos mucho más de lo que le habíamos pedido en un primer momento.
Con frecuencia, cuando nos ponemos en oración, nos parecemos a ese campesino del que habla un antiguo autor espiritual. Ha recibido la noticia de que será recibido en persona por el rey. Es la oportunidad de su vida: podrá presentarle con sus mismas palabras su petición, pedirle lo que quiere, seguro de que le será concedido. Llega el día, y el buen hombre, emocionadísimo, llega ante la presencia del rey y, ¿qué le pide? ¡Un quintal de estiércol para sus campos! Era lo máximo en que había logrado pensar. A veces nosotros nos comportamos con Dios de la misma manera. Lo que le pedimos comparado a lo que podríamos pedirle no es más que un quintal de estiércol, nimiedades que sirven de muy poco, es más, que a veces incluso pueden volverse contra nosotros.
San Agustín era un gran admirador de la Cananea. Aquella mujer le recordaba a su madre, Mónica. También ella había seguido al Señor durante años, pidiéndole la conversión de su hijo. No se había desalentado por ningún rechazo. Había seguido al hijo hasta Italia, hasta Milán, hasta que vio que regresaba al Señor. En uno de sus discursos, recuerda las palabras de Cristo: "Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; tocad y se os abrirá", y termina diciendo: "Así hizo la Cananea: pidió, buscó, tocó a la puerta y recibió". Hagamos nosotros también lo mismo y también se nos abrirá. [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Cuando la vida es zarandeada por las olas
El pasaje evangélico de la liturgia del domingo
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 8 agosto 2008 (ZENIT.org)
Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
XIX Domingo del Tiempo Ordinario
1 Reyes 19, 9a.11-13a; Romanos 9, 1-5; Mateo14, 22-33 La barca zarandeada por las olas
Los hechos del Evangelio no han sido escritos sólo para ser contados, sino también para ser revividos. A quien les escucha se le invita cada vez a entrar dentro de la página del Evangelio, a convertirse de espectador en actor, a ser parte en causa. La Iglesia primitiva nos da el ejemplo. La manera en que se cuenta el episodio de la tempestad calmada muestra que la comunidad cristiana lo aplicó a su propia situación. En aquella tarde, cuando había despedido a la multitud, Jesús había subido solo al monte para rezar; ahora, en el momento en el que Mateo escribe su Evangelio, Jesús se ha despedido de sus discípulos y ha ascendido al cielo, donde vive rezando e "intercediendo" por los suyos. En aquella tarde echó mar adentro la barca; ahora ha echado a la Iglesia en el gran mar del mundo. Entonces se había levantado un fuerte viento contrario; ahora la Iglesia vive sus primeras experiencias de persecución.
En esta nueva situación, ¿qué les decía a los cristianos el recuerdo de aquella noche? Que Jesús no estaba lejos ni ausente, que siempre se podía contar con él. Que también ahora daba órdenes a sus discípulos para que se le acercaran "caminando sobre las aguas", es decir, avanzando entre las corrientes de este mundo, apoyándose sólo en la fe.
Es la misma invitación que hoy nos presenta: aplicar lo sucedido a nuestra vida personal. Cuántas veces nuestra vida se parece a esa barca "zarandeada por las olas a causa del viento contrario". La barca zarandeada puede ser el propio matrimonio, los negocios, la salud... El viento contrario puede ser la hostilidad y la incomprensión de las personas, los reveses continuos de la vida, la dificultad para encontrar casa o trabajo. Quizá al inicio hemos afrontado con valentía las dificultades, decididos a no perder la fe, a confiar en Dios. Durante un tiempo nosotros también hemos caminado sobre las aguas, es decir, confiando únicamente en la ayuda de Dios. Pero después, al ver que nuestra prueba era cada vez más larga y dura, hemos pensado que no podíamos más, que nos hundíamos. Hemos perdido la valentía.
Este es el momento de acoger y experimentar como si se nos hubieran dirigido personalmente a nosotros las palabras que Jesús dirigió en esta circunstancia a los apóstoles: "¡Ánimo!, que soy yo; no temáis". Es famosa la frase con la que el sacerdote Abundio, en Los novios (I promessi sposi), justifica su miedo y cobardía: "Quien no tiene valentía no se la puede dar". Tenemos que desterrar precisamente esta convicción. ¡Quien no tiene valentía se la puede dar! ¿Cómo? Con la fe en Dios, con la oración, basándose en la promesa de Cristo.
Alguno dirá que esta valentía, basada en la fe en Dios y en la oración, es un pretexto, una huida de las propias posibilidades y responsabilidades. Una manera de descargar en Dios los propios deberes. Es la tesis de fondo de la obra de teatro de Bertolt Brecht, ambientada en Alemania en tiempos de la guerra de los Treinta Años, que tiene como protagonista a una mujer del pueblo llamada, por su capacidad de decisión y valor, "Madre Coraje". En plena noche, las tropas imperiales, tras haber matado a los guardias, avanzan contra la ciudad protestante de Halle para quemarla. En los alrededores de la ciudad, una familia de campesinos, que acoge a la Madre Coraje con la hija muda, Kattrin, sabe que lo único que puede hacer para salvar a la ciudad de la ruina es rezar. Pero Kattrin, en lugar de ponerse a rezar, sube al techo de la casa, y se pone a tocar desesperadamente el tambor hasta que ve que los habitantes se han despertado y están de pie. Es asesinada por los soldados, pero la ciudad se salva.
Con esta crítica, que es la clásica crítica del marxismo, se ataca a quien pretende quedarse con los brazos cruzados, en espera de que Dios lo haga todo. Pero esto no tiene nada que ver con la verdadera fe y la verdadera oración, que es lo contrario de la resignación pasiva. Jesús dejó que los apóstoles remaran contra el viento durante toda la noche y que utilizaran todos su recursos antes de intervenir personalmente. [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
El predicador del Papa comenta el picnic más feliz de la historia
El pasaje evangélico de la liturgia del domingo
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 31 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa,
OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
XVIII Domingo del tiempo ordinario
Isaías 55, 1-3; Romanos 8,35.37-30; Mateo 14, 13-21
Un día Jesús se había retirado en un lugar solitario, en la orilla del mar de Galilea. Pero cuando se disponía a desembarcar, encontró una gran multitud que le esperaba. "Sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos". Los habló del Reino de Dios. Ahora bien, mientras tanto se hizo de noche. Los apóstoles le sugirieron que despidiera a la muchedumbre, para que pudieran encontrar algo para comer en los pueblos cercanos. Pero Jesús les dejó de piedra, diciéndoles en alto para que todos escucharan: "Dadles vosotros de comer". "No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces", le responden desconcertados. Jesús pide que se los lleven. Invita a todos a sentarse. Toma los cinco panes y los dos peces, reza, da gracias al Padre, después ordena distribuir todo a la multitud. "Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos". Eran unos 5.000 hombres, sin contar mujeres y niños, dice el Evangelio. ¡Fue el picnic más feliz en la historia del mundo!
¿Qué nos dice este evangelio? En primer lugar, que Jesús se preocupa y "siente compasión" de todo el hombre, cuerpo y alma. A las almas les da la palabra, a los cuerpos la curación y la comida. Alguno podría decir: "Entonces, ¿por qué no lo hace también hoy? ¿Por qué no multiplica el pan entre tantos millones de hambrientos que hay sobre la tierra?". El evangelio de la multiplicación de los panes ofrece un detalle que nos puede ayudar a encontrar la respuesta. Jesús no sonó los dedos para que apareciera, como por arte de magia, pan y pescado para todos. Preguntó qué tenían; invitó a compartir lo poco que tenían: cinco panes y dos peces.
Hoy hace lo mismo. Pide que pongamos en común los recursos de la tierra. Sabemos perfectamente que, al menos desde el punto de vista alimenticio, nuestra tierra sería capaz de dar de comer a varios miles de millones de personas más de los actuales. Pero, ¿cómo podemos acusar a Dios de no dar pan suficiente para todos, cuando cada día destruimos millones de toneladas de alimentos que llamamos "excedentes" para que no bajen los precios? Mejor distribución, mayor solidaridad y capacidad para compartir: la solución está aquí.
Lo sé, no es tan fácil. Se da la manía de los armamentos, hay gobernantes irresponsables que contribuyen a mantener a muchas poblaciones en el hambre. Pero una parte de la responsabilidad recae también en los países ricos. Nosotros somos ahora esa persona anónima (un muchacho, según uno de los evangelistas) que tiene cinco panes y dos peces; sólo que los tenemos muy bien guardados y tenemos cuidado para nos entregarlos no vaya a ser que se repartan entre todos.
La manera en que se describe la multiplicación de los panes y de los peces ("levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente") siempre ha recordado la multiplicación de ese otro pan que es el cuerpo de Cristo. Por este motivo, las representaciones más antiguas de la Eucaristía nos muestran un cesto con cinco panes y, al lado, dos peces, como el mosaico descubierto en Tabga, en Palestina, en la iglesia construida en el lugar de la multiplicación de los panes, o en el famoso fresco de las catacumbas de Priscila en Roma.
En el fondo, lo que estamos haciendo en este momento también es una multiplicación de los panes: el pan de la Palabra de Dios. Yo he roto el pan de la Palabra e Internet ha multiplicado mis palabras de manera que más de cinco mil hombres, también en esta ocasión, han comido y han quedado saciados. Queda una tarea: recoger "los trozos sobrantes", hacer llegar la palabra también a quien no ha participado en el banquete. Convertirse en "repetidores" y testigos del mensaje. [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Predicador del Papa: Jesús, el tesoro escondido y la perla preciosa
Comentario al Evangelio del XVII Domingo del tiempo ordinario
ROMA, viernes, 25 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa,
OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
1 Reyes 3,5.7-12; Romanos 8,28-30; Mateo 13, 44-52
El tesoro escondido y la perla preciosa
¿Qué quería decir Jesús con las dos parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa? Más o menos esto: ha sonado la hora decisiva de la historia. ¡Ha llegado a la tierra el Reino de Dios! En concreto, se trata de Él, de su venida a la tierra. El tesoro escondido, la perla preciosa no es otra cosa que el mismo Jesús. Es como si Jesús con esas parábolas quisiera decir: la salvación os ha llegado gratuitamente, por iniciativa de Dios, tomad la decisión, aprovechad la oportunidad, no dejéis que se os escape. Es el tiempo de la decisión.
Me viene a la mente lo que sucedió el día en el que acabó la segunda guerra mundial. En la ciudad, los partisanos y los aliados abrieron los almacenes de provisiones que había dejado el ejército alemán al retirarse. En un instante, la noticia llegó a los pueblos del campo y todos corrieron a toda velocidad para llevarse todas esas maravillas: alguno regresó a casa lleno de mantas, otro con cestas de alimentos.
Creo que Jesús, con esas dos parábolas, quería crear un clima así. Quería decir: ¡Corred mientras estáis a tiempo! Hay un tesoro que os espera gratuitamente, una perla preciosa. No os perdáis la oportunidad. Sólo que, en el caso de Jesús, lo que está en juego es infinitamente más serio. Se juega el todo por el todo. El Reino es lo único que puede salvar del riesgo supremo de la vida, que es el de perder el motivo por el que estamos en este mundo.
Vivimos en una sociedad que vive de seguridades. La gente se asegura contra todo. En ciertas naciones, se ha convertido en una especie de manía. Se hacen seguros incluso contra el riesgo de mal tiempo durante vacaciones. Entre todos, el seguro más importante y frecuente es el de la vida. Pero, reflexionemos un momento, ¿de qué sirve este seguro y de qué nos asegura? ¿Contra la muerte? ¡Claro que no! Asegura que, en caso de muerte, alguien reciba una indemnización. El reino de los cielos es también un seguro de vida y contra la muerte, pero una seguro real, que beneficia no sólo al que se queda, sino también a quien se va, al que muere. "Quien cree en mí, aunque muera, vivirá", dice Jesús. De este modo se entiende también la exigencia radical que plantea un "negocio" como éste: vender todo, dejarlo todo. En otras palabras, estar dispuesto, si es necesario, a cualquier sacrificio. Pero no para pagar el precio del tesoro y de la perla, que por definición no tienen "precio", sino para ser dignos de ellos.
En cada una de las dos parábolas hay en realidad dos actores: uno evidente, que va, vende, compra, y otro escondido, dado por supuesto. El autor que es dado por supuesto es el viejo propietario que no se da cuenta de que en su campo hay un tesoro y lo malvende al primero que se lo pide; es el hombre o la mujer que poseía la perla preciosa, no se da cuenta de su valor y la cede al primer mercante que pasa, quizá por una colección de perlas falsas. ¿Cómo no ver en esto una advertencia que se nos dirige a quienes malvendemos nuestra fe y nuestra herencia cristiana?
Ahora bien, en la parábola no se dice que "un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a buscar un tesoro escondido". Sabemos cómo terminan las historias que comienzan así: uno pierde lo que tenía y no encuentra ningún tesoro. Historias de soñadores, visionarios. No, un hombre encontró un tesoro y por esto vendió todo lo que tenía para comprarlo. Es necesario, en pocas palabras, haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría de venderlo todo.
Dejando a un lado la parábola: hay que encontrar antes a Jesús, encontrarlo de una manera personal, nueva, convencida. Descubrirle como su amigo y salvador. Después será un juego de niños venderlo todo. Es algo que se hará "llenos de alegría", como el campesino del que habla el Evangelio.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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El juicio, motivo de consuelo
ROMA, viernes, 18 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
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XVI Domingo del tiempo ordinario
Lecturas: Sabiduría 12, 13.16-19; Romanos 8, 26-27; Mateo 13, 24-43
El trigo y la cizaña
Con tres parábolas, Jesús presenta en el Evangelio la situación de la Iglesia en el mundo. La parábola del grano de mostaza que se convierte en un árbol indica el crecimiento del Reino, no tanto en extensión, sino en intensidad; indica la fuerza transformadora del Evangelio que "levanta" la masa y la prepara para convertirse en pan.
Los discípulos comprendieron fácilmente estas dos parábolas; pero esto no sucedió con la tercera, la del trigo y la cizaña, y Jesús tuvo que explicársela a parte.
El sembrador, dijo, era él mismo; la buena semilla, los hijos del Reino; la cizaña, los hijos del maligno; el campo, el mundo; y la siega, el fin del mundo.
Esta parábola de Jesús, en la antigüedad, fue objeto de una memorable disputa que es muy importante tener presente también hoy. Había espíritus sectáreos, donatistas, que resolvían la cuestión de manera simplista: por una parte, está la Iglesia (¡su iglesia!) constituida sólo por personas perfectas; por otra, el mundo lleno de hijos del maligno, sin esperanza de salvación. A estos se les opuso san Agustín: el campo, explicaba, ciertamente es el mundo, pero también en la Iglesia; lugar en el que viven codo a codo santos y pecadores y en el que hay lugar para crecer y convertirse. "Los malos --decía-- están en el mundo o para convertirse o para que por medio de ellos los buenos ejerzan la paciencia".
Los escándalos que de vez en cuando sacuden a la Iglesia, por tanto, nos deben entristecer, pero no sorprender. La Iglesia se compone de personas humanas, no sólo de santos. Además, hay cizaña también dentro de cada uno de nosotros, no sólo en el mundo y en la Iglesia, y esto debería quitarnos la propensión a señalar con el dedo a los demás. Erasmo de Roterdam, respondió a Lutero, quien le reprochaba su permanencia en la Iglesia católica a pesar de su corrupción: "Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor".
Pero quizá el tema principal de la parábola no es el trigo ni la cizaña, sino la paciencia de Dios. La liturgia lo subraya con la elección de la primera lectura, que es un himno a la fuerza de Dios, que se manifiesta bajo la forma de paciencia e indulgencia. Dios no tiene simple paciencia, es decir, no espera al día del juicio para después castigar más severamente. Se trata de magnanimidad, misericordia, voluntad de salvar.
La parábola del trigo y de la cizaña permite una reflexión de mayor alcance. Uno de los mayores motivos de malestar para los creyentes y de rechazo de Dios para los no creyentes ha sido siempre el "desorden" que hay en el mundo. El libro bíblico de Qoelet (Eclesiastés), que tantas veces se hace portavoz de las razones de los que dudan y de los escépticos, escribía: "Todo le sucede igual al justo y al impío... Bajo el sol, en lugar del derecho, está la iniquidad, y en lugar de la justicia la impiedad" (Qoelet 3, 16; 9,2). En todos los tiempos se ha visto que la iniquidad triunfa y que la inocencia queda humillada. "Pero --como decía el gran orador Bossuet-- para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, en ocasiones se ve lo contrario, es decir, la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo".
La respuesta a este escándalo ya la había encontrado el autor de Qoelet: "Dije en mi corazón: Dios juzgará al justo y al impío, pues allí hay un tiempo para cada cosa y para toda obra" (Qoelet 3, 17). Es lo que Jesús llama en la parábola "el tiempo de la siega". Se trata, en otras palabras, de encontrar el punto de observación adecuado ante la realidad, de ver las cosas a la luz de la eternidad.
Es lo que pasa con algunos cuadros modernos que, si se ven de cerca, parecen una mezcla de colores sin orden ni sentido, pero si se observan desde la distancia adecuada, se convierten en una imagen precisa y poderosa.
No se trata de quedar con los bazos cruzados ante el mal y la injusticia, sino de luchar con todos los medios lícitos para promover la justicia y reprimir la injusticia y la violencia. A este esfuerzo, que realizan todos los hombres de buena voluntad, la fe añade una ayuda y un apoyo de valor inestimable: la certeza de que la victoria final no será de la injusticia, ni de la prepotencia, sino de la inocencia.
Al hombre moderno le resulta difícil aceptar la idea de un juicio final de Dios sobre el mundo y la historia, pero de este modo se contradice, pues él mismo se rebela a la idea de que la injusticia tenga la última palabra. En muchos milenios de vida sobre la tierra, el hombre se ha acostumbrado a todo; se ha adaptado a todo clima, inmunizado a muchas enfermedades. Hay algo a lo que nunca se ha acostumbrado: a la injusticia. Sigue experimentándola como intolerable. Y a esta sed de justicia responderá el juicio. Ya no sólo será querido por Dios, sino también por los hombres y, paradójicamente, también por los impíos. "En el día del juicio universal --dice el poeta Paul Claudel--, no sólo bajará del cielo el Juez, sino que se precipitará a su alrededor toda la tierra".
¡Cómo cambian las vicisitudes humanas cuando se ven desde este punto de vista, incluidas las que tienen lugar en el mundo de hoy! Tomemos el ejemplo que tanto nos humilla y entristece a nosotros, los italianos, el crimen organizado, la mafia la ‘ndrangheta, la camorra..., y que con otros nombres está presente en muchos países. Recientemente el libro "Gomorra" de Roberto Saviano y la película que se ha hecho sobre él han documentado el nivel de odio y de desprecio alcanzado por los jefes de estas organizaciones, así como el sentimiento de impotencia y casi de resignación de la sociedad ante este fenómeno.
En el pasado, hemos visto personas de la mafia que han sido acusadas de crímenes horrorosos defenderse con una sonrisa en los labios, poner en jaque a jueces y tribunales, reírse ante la falta de pruebas. Como si, librándose de los jueces humanos, habrían resuelto todo. Si pudiera dirigirme a ellos, les diría: ¡no os hagáis ilusiones, pobres desgraciados; no habéis logrado nada! El verdadero juicio todavía debe comenzar. Aunque acabéis vuestros días en libertad, temidos, honrados, e incluso con un espléndido funeral religioso, después de haber dado grandes ofertas a obras pías, no habréis logrado nada. El verdadero Juez os espera detrás de la puerta, y no se le puede engañar. Dios no se deja corromper.
Debería ser, por tanto, motivo de consuelo para las víctimas y de saludable susto para los violentos lo que dice Jesús al concluir su explicación sobre la parábola de la cizaña: "De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre".
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Un Dios de palabra
Comentario al XV Domingo del Tiempo Ordinario
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 11 de julio de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
Lecturas: Isaías 55, 10-11; Romanos 8,18-23; Mateo 13, 1-23 Un Dios de palabra
Las lecturas de este domingo hablan de la Palabra de Dios con dos imágenes entrelazadas: la de la lluvia y la de la semilla. Isaías, en la primera, lectura compara la Palabra de Dios con la lluvia que baja del cielo y no vuelve sin haber regado y hecho germinar las semillas; Jesús en el Evangelio habla de la Palabra de Dios como de una semilla que cae en terrenos distintos y que produce fruto. La Palabra de Dios es semilla porque genera la vida y es lluvia que alimenta la vida, que permite a la semilla germinar.
Hablando de la Palabra de Dios damos a menudo por descontado el hecho más conmovedor de todos, y es el que Dios hable. ¡El Dios bíblico es un Dios que habla! "Habla el Señor, Dios de dioses, no está en silencio", dice el salmo (Sal 50, 1-3); Dios mismo repite a menudo: "Escucha, pueblo mío, quiero hablar" (Sal 50, 7). En esto la Biblia ve la diferencia más clara con los ídolos que "tienen boca pero no hablan" (Sal 114, 5).
Pero, ¿qué significado debemos dar a expresiones tan antropomórficas como "Dios dijo a Adán", "así habla el Señor", "dice el Señor", "oráculo del Señor" y otras parecidas? Se trata evidentemente de un hablar diverso del humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! "Pondré mi ley en sus almas, la escribiré en su corazón", dice en el profeta Jeremías (Jr 31, 33). Él escribe sobre el corazón y también sus palabras las hace resonar en el corazón. Lo dice expresamente él mismo a través del profeta Oseas, hablando de Israel como de una esposa infiel: "Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón" (Oseas 2, 16).
Dios no tiene boca ni aliento humano: su boca es el profeta, su aliento es el Espíritu Santo. "Tu serás mi boca", dice Él mismo a sus profetas. Afirma también "pondré mi palabra en tus labios". Este es el sentido de la célebre frase: "hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios" (2 Pedro 1, 21). La tradición espiritual de la Iglesia ha acuñado la expresión "locuciones interiores" para esta manera de hablar dirigida a la mente y al corazón.
Y sin embargo, se trata de un hablar en el verdadero sentido del término; la criatura recibe un mensaje que puede traducir en palabras humanas. Tan vivo y real es el hablar de Dios, que el profeta recuerda con precisión el lugar, el día y la hora en que cierta palabra "vino" sobre él. Tan concreta es la Palabra de Dios que de ella se dice que "cae" sobre Israel, como si fuera una piedra (Is 9,7), o como si fuera un pan que se come con gusto: "Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón" (Jeremías 15, 16). Ninguna voz humana llega al hombre con la profundidad con que le llega la palabra de Dios. "Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (Hebreos 4,12). A veces el hablar de Dios es "un trueno poderoso que descuaja los cedros del Líbano" (Salmo 28), otras veces parece el "murmullo de una brisa ligera" (1 Reyes 19,12). Conoce todos los tonos del hablar humano.
Esta naturaleza interior y espiritual del hablar de Dios cambia radicalmente en el momento en el que "el Verbo se ha hecho carne". Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz humana, que se pude oír con los oídos no sólo del alma, sino también del cuerpo.
La Biblia atribuye, como puede verse, a la palabra una dignidad inmensa. No han faltado intentos de cambiar la solemne afirmación con la que Juan inicia su Evangelio: "En el principio existía la Palabra". Goethe hace decir a su Fausto: "Al principio existía la acción", y es interesante ver cómo el escritor llega a esta conclusión. No puedo, dice Fausto, dar a "la palabra" un valor tan alto; quizás debo entenderla como el "sentido"; pero, ¿puede el sentido ser el que todo lo actúa y crea? ¿Entonces debería decirse: "Al principio existía la fuerza"? Pero no, una iluminación repentina me sugirió la respuesta: "Al principio existía la acción".
Pero son intentos de corrección injustificados. El Verbo, o Logos de Juan contiene todos los significados que Goethe asigna a los demás términos. Éste, como se ve en el resto del Prólogo, es luz, es vida, es fuerza creadora.
Dios creó al hombre "a su imagen" precisamente porque lo creó capaz de hablar, de comunicar y de establecer relaciones. Él, que contiene en sí mismo, desde la eternidad, una Palabra, ha creado al hombre dotado de palabra. Para ser, no sólo "a imagen" sino también "a semejanza" de Dios (Génesis 1, 26), no basta que el hombre hable, sino que debe imitar el hablar de Dios. El contenido y motor del hablar de Dios es el amor. Dios habla por el mismo motivo que crea: "Para infundir su amor en todas las criaturas y deleitarlas con los esplendores de su gloria", como dice la Plegaria Eucarística IV. La Biblia, desde el principio hasta el final, no es más que un mensaje de amor de Dios a sus criaturas. Los tonos pueden cambiar, desde el iracundo hasta el tierno, pero la sustancia es siempre y solamente el amor.
Dios se ha servido de la palabra para comunicar la vida y la verdad, para instruir y consolar. Esto nos suscita la pregunta: ¿qué uso hacemos nosotros de la palabra? En su drama "Puertas cerradas", Sartre nos ha dado una imagen impresionante de en qué se puede convertir la comunicación humana cuando falta el amor. Tres personas son introducidas, en breves intervalos, en una habitación. No hay ventanas, la luz está al máximo y no hay posibilidad de apagarla, hace un calor sofocante, y no hay en ella nada más que un asiento para cada uno. La puerta, naturalmente, está cerrada, la campanilla existe pero no suena. ¿Quiénes son estas personas? Son tres muertos, un hombre y dos mujeres, y el lugar en el que se encuentran es el infierno. No hay espejos, y cada uno no puede verse más que a través de las palabras del otro, que le ofrece la imagen más horrible de sí mismo, sin ninguna misericordia, al contrario, con ironía y sarcasmo. Cuando después de un rato sus almas se han desnudado la una a la otra y las culpas de las que se avergüenzan han salido a la luz una a una y disfrutadas por los otros sin piedad, uno de los personajes dice a los otros dos: "Recordad: el azufre, las llamas, las torturas con el fuego. Todo tonterías. No hay ninguna necesidad de tormentos: el infierno son los otros". El abuso de la palabra puede transformar la vida en un infierno.
San Pablo da a los cristianos esta regla de oro a propósito de las palabras: "No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen" (Efesios 4, 29). La palabra buena es la que sabe escoger el lado positivo de una acción y de una persona, y que, incluso cuando corrige, no ofende; palabra buena es la que da esperanza. Palabra mala es toda palabra dicha sin amor, para herir y humillar al prójimo. Si la palabra mala sale de los labios, será necesario retractarse. No son del todo ciertos los versos del poeta italiano Metastasio:
"Voce dal sen fuggita / Voz que del seno ha salido
più richiamar non vale; / ya no vale la pena ser retirada
non si trattien lo strale, / no puede detenerse la fecha
quando dall'arco uscì". /cuando ha salido del arco
Se puede retirar una palabra salida de la boca, o al menos limitar su efecto negativo, pidiendo perdón. ¡Qué don, entonces, para nuestros semejantes y qué mejora de la calidad de vida en el seno de la familia y de la sociedad! [Traducción del original italiano realizada por Inmaculada Álvarez]
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El orgullo intelectual, ceguera espiritual
Comentario al evangelio del XIV Domingo del tiempo ordinario CIUDAD DEL VATICANO, viernes 4 julio 2008 (ZENIT.org).-
Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap.,
predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
XIV Domingo del tiempo ordinario
Zacarías 9, 9-10; Romanos 8, 9.11-13; Mateo 11, 25-30
Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños
El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y profundas del Evangelio, se compone de tres partes: una oración ("Te alabo, Padre..."), una declaración sobre él mismo ("Todo me ha sido dado por mi Padre...") y una invitación ("Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados..."). Me limitaré a comentar el primer elemento, la oración, pues contiene una revelación de una importancia extraordinaria: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido".
Acaba de comenzar el Año Paulino y el mejor comentario a estas palabras de Jesús lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios: "¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es.
Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios" (1 Cor 1, 26-29).
Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para el mundo de hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los inteligentes se quedan alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a la muchedumbre de los creyentes que reza, que cree en los milagros, que se agrupa alrededor del Padre Pío. Aunque a decir verdad no son todos los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría, pero ciertamente es la parte más influyente, que tiene a disposición los micrófonos más potentes, la chatting society, como se dice en inglés, la sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.
Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su posición se debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de emitir un juicio sobre estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo conozco a algunas de ellas y les tengo una gran estima. Pero esto no debe impedirnos descubrir el núcleo del problema. La cerrazón a toda revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que consiste en el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía absoluta por parte del pensador.
Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica "razón", pero en realidad no es la famosa "razón pura", que lo exige, ni una razón "soberana", sino una razón esclava, con las alas recortadas. Filósofos, que no pueden ser acusados de falta de inteligencia o de capacidad dialéctica, han escrito: "El acto supremo de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan" (Pascal). Otro decía: "Hasta ahora siempre se ha dicho esto: 'Decir que no se puede comprender esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere comprender'. Este es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia humana no quiere reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera más precisa, algo que con claridad puede 'comprender que no puede comprender', entonces todo queda trastocado. Por tanto, una tarea del conocimiento humano consiste en comprender que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles son éstas" (Kierkegaard). Quien no reconoce esta capacidad trascendente pone un límite a la razón y la humilla; no lo hace por tanto el creyente, que lo reconoce.
Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno, después de Nietzsche, ha sustituido el valor de la verdad por el de la búsqueda de la verdad y, por tanto, de la sinceridad. En ocasiones, esta actitud se confunde con la humildad (¡hay que contentarse con el "pensamiento débil"!) y la actitud de quien cree en verdades absolutas se considera presunción, pero es un juicio muy superficial. Mientras la persona está en búsqueda ella es al protagonista, dirige el juego. Una vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al trono y el buscador debe inclinarse ante ella y esto, cuando se trata de la Verdad trascendente, cuesta el "sacrificio del intelecto".
En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en el Evangelio de Juan: "Yo soy la Verdad", así como lo que dice en la continuación del pasaje evangélico: "Nadie va al Padre sino por mí... Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré". Pero es una invitación, no es un reproche y está dirigido también a los cansados de buscar sin encontrar nada, a quienes han pasado la vida atormentándose, dando coces cada vez contra la roca impenetrable del misterio. El psicólogo C.G. Jung, en su libro, dice que todos los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de algo que podía llamarse "ausencia de humildad" y no se curaban hasta que no lograban una actitud de respeto por una realidad mas grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.
Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en el mundo de hoy su invitación llena de amor: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré ese alivio y esa paz que buscáis en vano en vuestros atormentados razonamientos. [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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"¡Tú eres Pedro!", invitación a reconciliarse con la Iglesia
Comentario del padre Cantalamessa al evangelio de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 27 de junio de 2008 (ZENIT.org).-
Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap.,
predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo.
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Hechos 12, 1-11; 2 Timoteo 4, 6-8.17-18; Mateo 16, 13-19
¡Tú eres Pedro!
El Evangelio de este domingo es el Evangelio de la entrega de la llaves a Pedro. Sobre él siempre se ha basado la tradición católica para fundamentar la autoridad del Papa sobre toda la Iglesia. Alguno podría decir: pero, ¿qué tiene que ver el Papa con todo esto? Esta es la respuesta de la teología católica. Si Pedro tiene el papel de ser "fundamento" y "roca" de la Iglesia, dado que la Iglesia sigue existiendo, entonces debe seguir existiendo también el fundamento. Es impensable que prerrogativas tan solemnes ("te daré las llaves del Reino de los cielos") se refirieran sólo a los primeros veinte o treinta años de vida de la Iglesia y que terminaran con la muerte del apóstol. El papel de Pedro se prolonga, por tanto, en sus sucesores.
Durante todo el primer milenio, este oficio de Pedro fue reconocido universalmente por todas las Iglesias, si bien se interpretó de manera diferente en oriente y occidente. Los problemas y las divisiones nacieron con el milenio terminado recientemente. Y hoy también nosotros, católicos, admitimos que no todos estos problemas han nacido por culpa de los demás, de los así llamados "cismáticos": primero los orientales y después los protestantes. El primado instituido por Cristo, al igual que todas las cosas humanas, fue ejercido a veces bien y a veces menos bien. Al poder espiritual se le mezcló, poco a poco, un poder político y terreno, y de este modo se dieron abusos. El mismo Papa, Juan Pablo II, en la carta sobre el ecumenismo, Ut unum sint, ha previsto la posibilidad de revisar las formas concretas con las que se ha ejercido el primado del Papa para permitir la concordia de todas las Iglesias a su alrededor. Como católicos, deseamos que se continúe cada vez con más valentía y humildad por este camino de la conversión y de la reconciliación, especialmente incrementando la colegialidad querida por el Concilio.
Lo que no podemos desear es que el ministerio mismo de Pedro, como signo y factor de la unidad de la Iglesia, se desvirtúe. Sería privarnos de uno de los dones más preciosos que Cristo ha hecho a su Iglesia, así como contraponerse a su voluntad precisa. Pensar que a la Iglesia le basta tener la Biblia y el Espíritu Santo para interpretarla, para poder vivir y difundir el Evangelio, es como decir que a los fundadores de los Estados Unidos les hubiera bastado escribir la constitución norteamericana y mostrar en sí mismos el espíritu con que se debía interpretar, sin prever algún gobierno para el país. ¿Existirían todavía los Estados Unidos?
Algo que podemos hacer desde ahora y todos es allanar el camino a la reconciliación entre las Iglesias, comenzando por reconciliarnos con nuestra Iglesia. "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia": Jesús dice mi Iglesia, en singular, no mis Iglesias. Él ha pensado y querido una sola Iglesia, no una multiplicidad de Iglesias independientes, o peor aún, una lucha entre ellas. Mí, además de ser singular, es un adjetivo posesivo. Jesús, por tanto, reconoce la Iglesia como suya; dice mi Iglesia, como un hombre diría: mi mujer, o mi cuerpo. Se identifica con ella, no se avergüenza de ella. En los labios de Jesús la palabra Iglesia no tiene nada de esos significados sutiles negativos que nosotros hemos añadido.
En esa expresión de Cristo, se da un fuerte llamamiento a todos los creyentes a reconciliarse con la Iglesia. Renegar de la Iglesia es como renegar de la propia madre. "No puede tener a Dios por Padre --decía san Cipriano-- quien no tiene a la Iglesia por madre". Sería un hermoso fruto de esta fiesta de los santos Pedro y Pablo aprender a decir también nosotros, al hablar de la Iglesia a la que pertenecemos: "¡mí Iglesia!". [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Hay que tener temor, pero no miedo
Comentario al evangelio del XII Domingo del tiempo ordinario
ROMA, viernes, 20 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
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XII Domingo del tiempo ordinario
Jeremías20, 10-13; Romanos 5, 12-15; Mateo 10, 26-33
¡Tened temor, pero no tengáis miedo!
El Evangelio de este domingo ofrece varias sugerencias, pero todas se pueden resumir en esta frase aparentemente contradictoria: "¡Tened temor, pero no tengáis miedo!". Jesús dice: "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna". No debemos tener temor ni miedo de los hombres; de Dios debemos tener temor, pero no miedo.
Por tanto hay una diferencia entre miedo y temor; tratemos de comprender por qué y en qué consiste. El miedo es una manifestación de nuestro instinto fundamental de conservación. Es la reacción a una amenaza para nuestra vida, la respuesta a un verdadero o presunto peligro: desde el peligro más grande, que es el de la muerte, a los peligros particulares que amenazan la tranquilidad o la incolumidad física, o nuestro mundo afectivo.
Según se trate de peligros reales o imaginarios, se habla de miedos justificados y de miedos injustificados o patológicos. Como las enfermedades, los miedos pueden ser agudos o crónicos. Los miedos agudos han sido determinados por una situación de peligro extraordinario. Si estoy a punto de ser atropellado por un coche, o comienzo a sentir que la tierra tiembla bajo mis pies a causa de un terremoto, entonces estoy ante miedos agudos. Estos sustos surgen improvisadamente, sin avisar, y así desaparecen al terminar el peligro, dejando quizá un mal recuerdo. Los miedos crónicos son los que conviven con nosotros, se convierten en parte de nuestro ser, e incluso acabamos encariñándonos de ellos. Los llamamos complejos o fobias: claustrofobia, agorafobia, etc.
El evangelio nos ayuda a liberarnos de todos estos miedos, revelando el carácter relativo, no absoluto, de los peligros que los provocan. Hay algo de nosotros que nadie ni nada en el mundo puede quitarnos o dañar: para los creyentes se trata del alma inmortal, para todos el testimonio de la propia conciencia.
Algo muy diferente del miedo es el temor de Dios. El temor de Dios se aprende: "Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor" (Salmo 33,12); por el contrario, el miedo, no tiene necesidad de ser aprendido en el colegio; la naturaleza se encarga de infundirnos miedo.
El mismo sentido del temor de Dios es diferente al miedo. Es un elemento de fe: nace de la conciencia de quién es Dios. Es el mismo sentimiento que se apodera de nosotros ante un espectáculo grandioso y solemne de la naturaleza. Es el sentimiento de sentirnos pequeños ante algo que es inmensamente más grande que nosotros; es sorpresa, maravilla, mezcladas con admiración. Ante el milagro del paralítico que se alza en pie y camina, puede leerse en evangelio, "El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: 'hoy hemos visto cosas increíbles'" (Lucas 5, 26). El temor, en este caso, es otro nombre de la maravilla, de la alabanza.
Este tipo de temor es compañero y aliado del amor: es el miedo de disgustar al amado que se puede ver en todo verdadero enamorado, también en la experiencia humana. Con frecuencia es llamado "principio de la sabiduría", pues lleva a tomar decisiones justas en la vida. ¡Es nada más y nada menos que uno de los siete dones del Espíritu Santo (cf. Isaías 11, 2)!
Como siempre, el evangelio no sólo ilumina nuestra fe, sino que nos ayuda además a comprender nuestra realidad cotidiana. Nuestra época ha sido definida como una época de angustia (W. H. Auden). El ansia, hija del miedo, se ha convertido en la enfermedad del siglo y es, dicen, una de las causas principales de la multiplicación de los infartos. ¿Cómo explicar este hecho si hoy tenemos muchas más seguridades económicas, seguros de vida, medios para afrontar las enfermedades y atrasar la muerte?
El motivo es que ha disminuido, o totalmente desaparecido, en nuestra sociedad el santo temor de Dios. "¡Ya no hay temor de Dios!", repetimos a veces como una expresión chistosa, pero que contiene una trágica verdad. ¡Cuanto más disminuye el temor de Dios, más crece el miedo de los hombres! Es fácil comprender el motivo. Al olvidar a Dios, ponemos toda nuestra confianza en las cosas de aquí abajo, es decir, en esas cosas que según Cristo, el ladrón puede robar y la polilla carcomer (Cf. Lucas 12, 33). Cosas aleatorias que nos pueden faltar en cualquier momento, que el tiempo (¡la polilla!) carcome inexorablemente. Cosas que todos queremos y que por este motivo desencadenan competición y rivalidad. (el famoso "deseo mimético" del que habla René Girard), cosas que hay que defender con los dientes y a veces con las armas en la mano.
La caída del temor de Dios, en vez de liberarnos de los miedos, nos ha impregnado de ellos. Basta ver lo que sucede en la relación entre los padres y los hijos en nuestra sociedad. ¡Los padres han abandonado el temor de Dios y los hijos han abandonado el temor de los padres! El temor de Dios tiene su reflejo y su equivalente en la tierra en el temor reverencial de los hijos por los padres. La Biblia asocia continuamente estos dos elementos. Pero el hecho de no tener temor alguno o respeto por los padres, ¿hace que sean más libres o seguros de sí los muchachos de hoy? Sabemos que no es así. El camino para salir de la crisis es redescubrir la necesidad y la belleza del santo temor de Dios. Jesús nos explica precisamente en el evangelio que la confianza en Dios es una compañera inseparable del temor. "¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos".
Dios no quiere provocarnos temor sino confianza. Justamente lo contrario de aquel emperador que decía: "Oderint dum metuant" (¡que me odien con tal de que me teman!). Es lo que deberían hacer también los padres terrenos: no infundir temor, sino confianza. De este modo se alimenta el respeto, la admiración, la confianza, todo lo que implica el nombre de "sano temor".
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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La Iglesia existe para los cansados y oprimidos
El padre Raniero Cantalamessa comenta la liturgia dominical
ROMA, viernes, 13 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.
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XI Domingo del tiempo ordinario
Éxodo 19, 2-6a; Romanos 5, 6-11; Mateo 9, 36-10,8
En el Evangelio de este domingo nos encontramos con la presentación oficial del colegio apostólico: "Los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro...". Se menciona claramente el primado de Pedro en el colegio de los apóstoles. No dice: "Primero Pedro, segundo Andrés, tercero Santiago...", como si se tratara simplemente de una serie. Se dice que Pedro es el primero en el sentido fuerte de que es cabeza de los demás, su portavoz, quien les representa. Jesús especificará más tarde, en el mismo Evangelio de Mateo, el sentido de ser "primero", cuando dirá "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...".
Pero no quería detenerme a analizar el primado de Pedro, sino más bien el motivo que lleva a Jesús a escoger a los doce y a enviarles. Se describe así: "Jesús al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor". Jesús vio la muchedumbre y sintió compasión: esto le llevó a escoger a los doce apóstoles y a enviarles a predicar, a curar, a liberar...
Se trata de una indicación preciosa. Quiere decir que la Iglesia no existe para ella misma, para su propia utilidad o salvación; existe para los demás, para el mundo, para la gente, sobre todo para los cansados y oprimidos. El Concilio Vaticano II dedicó un documento entero, la Gaudium et spes, a mostrar cómo la Iglesia existe "para el mundo". Comienza con las conocidas palabras: "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón".
"Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor". Los pastores de hoy, desde el Papa hasta el último párroco de pueblo, se presentan, desde esta perspectiva, como los depositarios y continuadores de la compasión de Cristo. El fallecido cardenal vietnamita F.X. Van Thuan, que había pasado trece años en las prisiones comunistas de su país, en una meditación dirigida al Papa y a la Curia Romana, dijo: "Sueño con una Iglesia que sea una 'puerta santa' siempre abierta, que abrace a todos, llena de compasión, que comprenda las penas y los sufrimientos de la humanidad, una Iglesia que proteja, consuele y guíe a toda nación hacia el Padre que nos ama".
La Iglesia debe continuar, tras su ascensión, la misión del Maestro que decía: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso...". Es el rostro más humano de la Iglesia, el que mejor le reconcilia con los espíritus, y que permite perdonar sus muchas deficiencias y miserias. El padre Pío de Pietrelcina llamó al hospital que fundó en San Giovanni Rotondo "Casa de alivio del sufrimiento": un nombre hermosísimo que sin embargo se aplica a toda la Iglesia. Toda la Iglesia debería ser una "casa de alivio del sufrimiento". En parte, hay que reconocer que lo es, a no ser que cerremos los ojos a la inmensa obra de caridad y de asistencia que la Iglesia desempeña entre los más desheredados del mundo.
Aparentemente las muchedumbres que vemos a nuestro alrededor, al menos en los países ricos, no parecen "cansadas y abatidas", como en tiempos de Jesús. Pero no nos engañemos: tras la fachada de opulencia, bajo los techos de nuestras ciudades, hay mucho cansancio, soledad, desesperanza, y a veces incluso desesperación. No parecemos muchedumbres "sin pastor", dado que muchos luchan en todos los países para convertirse en pastores del pueblo, es decir, en jefes y controladores del poder. Ahora bien, ¿cuántos entre ellos están dispuestos a llevar a la práctica el requisito de Jesús: "Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis"? [Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]
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Qué sacrificio y misericordia pide Dios, según el predicador del Papa
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes, 6 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo.
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X Domingo del Tiempo Ordinario Oseas 6,3-6; Romanos 4,18-25; Mateo 9, 9-13
Misericordia quiero y no sacrificios
Hay algo conmovedor en el Evangelio dominical. Mateo no relata algo que Jesús dijo o hizo un día a alguien, sino lo que dijo e hizo personalmente por él. Es una página autobiográfica, la historia del encuentro con Cristo que cambió su vida. "Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: 'Sígueme'. Él se levantó y le siguió".
El episodio, sin embargo, no se cita en los Evangelios por la importancia personal que revestía para Mateo. El interés se debe a cuanto sigue al momento de la llamada. Mateo quiso ofrecer "un gran banquete en su casa" para despedirse de sus antiguos compañeros de trabajo, "publicanos y pecadores". No podía faltar la reacción de los fariseos y la respuesta de Jesús: "No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio". ¿Qué significa esta frase del profeta Oseas que repite Jesús? ¿Acaso que es inútil todo sacrificio y mortificación y que basta con amar para que todo vaya bien? Partiendo de este pasaje se puede llegar a rechazar todo el aspecto ascético del cristianismo, como residuo de una mentalidad aflictiva o maniquea, hoy superada.
Ante todo hay que observar un profundo cambio de perspectiva en el paso de Oseas a Cristo. En Oseas, la expresión se refiere al hombre, a lo que Dios quiere de él. Dios quiere del hombre amor y conocimiento, no sacrificios exteriores y holocaustos de animales. En labios de Jesús, la expresión se refiere en cambio a Dios. El amor del que se habla no es el que Dios exige del hombre, sino el que da al hombre. "Misericordia quiero, que no sacrificio" significa: quiero usar misericordia, no condenar. Su equivalente bíblico es la palabra que se lee en Ezequiel: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva". Dios no quiere "sacrificar" a su criatura, sino salvarla.
Con esta puntualización se entiende mejor también la expresión de Oseas. Dios no quiere el sacrificio "a toda costa", como si disfrutara viéndonos sufrir; no quiere tampoco el sacrificio realizado para alegar derechos y méritos ante Él, o por un malentendido sentido del deber. Quiere en cambio el sacrificio que es requerido por su amor y por la observancia de los mandamientos. "No se vive en amor sin dolor", dice la Imitación de Cristo, y la misma experiencia cotidiana lo confirma. No hay amor sin sacrificio. En este sentido, Pablo nos exhorta a hacer de toda nuestra vida "un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios".
Sacrificio y misericordia son ambas cosas buenas, pero pueden hacerse uno y otra perjudiciales si se reparten mal. Son cosas buenas si (como hizo Cristo) se elige el sacrificio para uno y la misericordia para los demás; se vuelven malas si se hace lo contrario y se elige la misericordia para uno y el sacrificio para los demás. Si se es indulgente con uno mismo y riguroso con los demás, dispuestos siempre a excusarnos y a ser despiadados al juzgar a los demás. ¿No tenemos nada que revisar al respecto en nuestra conducta?
No podemos concluir el comentario de la vocación de Mateo sin dedicar un pensamiento afectuoso y agradecido a este evangelista que nos acompaña, con su Evangelio, en el curso de todo este año litúrgico primero. Gracias, Mateo, llamado también Levi. Sin ti, ¡qué pobre sería nuestro conocimiento de Cristo! [Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Predicador del Papa: la Palabra de Dios, roca eterna
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes, 30 mayo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la liturgia de la Palabra del próximo domingo.
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IX Domingo del Tiempo Ordinario
Deuteronomio 11, 18.26-28; Romanos 3, 21-25a.28; Mateo 7, 21-27
La casa en la roca
Todos sabían, en tiempos de Jesús, que es de necios construir la propia casa sobre arena, en el fondo de los valles, en lugar de hacerlo en lo alto de la roca. Después de cada lluvia abundante se forma, en efecto, casi de inmediato un torrente que barre las casitas que encuentra a su paso. Jesús se basa en esta observación, que probablemente había hecho en persona, para construir a partir de ella la parábola de este domingo sobre las dos casas, que es como una doble parábola.
"Así pues todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca".
Con simetría perfecta, variando sólo poquísimas palabras, Jesús presenta la misma escena en negativo: "Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina".
Construir la propia casa sobre arena quiere decir volver a poner las propias esperanzas y certezas en cosas inestables y aleatorias que no se sustraen al tiempo y a los vuelcos de fortuna. Tales son el dinero, el éxito, la propia salud. La experiencia lo pone ante nuestros ojos cada día: es muy poco lo que basta -un pequeño coágulo en la sangre, decía el filósofo Pascal- para que todo se derrumbe.
Construir la casa sobre roca quiere decir, al contrario, fundar la propia vida y las propias esperanzas en aquello que "los ladrones no pueden robar ni la polilla deshacer", sobre lo que no pasa. "Los cielos y la tierra pasarán -decía Jesús--, pero mis palabras no pasarán".
Construir la casa en la roca significa, muy sencillamente, construir en Dios. Él es la roca. Roca es uno de los símbolos preferidos de la Biblia para hablar de Dios: "Nuestro Dios es una roca eterna" (Is 26,4); "Él es la Roca, perfecta es su obra" (Dt 32,4).
La casa construida sobre la roca ya existe; ¡se trata de entrar en ella! Es la Iglesia. No, evidentemente, la que está hecha a base de ladrillos, sino la formada por las "piedras vivas" que son los creyentes, edificados en la "piedra angular" que es Cristo Jesús. La casa en la roca es aquella de la que hablaba Jesús cuando decía a Simón: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra (literalmente ‘roca')" edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18).
Fundar la propia vida sobre la roca significa por lo tanto vivir en la Iglesia; no quedarse fuera apuntando sólo el dedo contra las incoherencias y los defectos de los hombres de Iglesia. Del diluvio universal se salvaron sólo pocas almas, las que habían entrado con Noé en el arca; del diluvio del tiempo que todo engulle se salvan sólo los que entran en el arca nueva que es la Iglesia (cf. 1 P 3, 20). Esto no quiere decir que todos los que están fuera de ella no se salven; existe una pertenencia a la Iglesia de otro tipo, "conocida sólo a Dios", dice el Concilio Vaticano II respecto a quienes, sin conocer a Cristo, obran según los dictados de la propia conciencia.
El tema de la palabra de Dios, que está en el centro de las lecturas de este domingo y sobre el que se celebrará en octubre el próximo Sínodo de los obispos, me sugiere una aplicación práctica. Dios se ha servido de la palabra para comunicarnos la vida y revelarnos la verdad. ¡Los seres humanos usamos a menudo la palabra para dar muerte y esconder la verdad! En la introducción a su famoso Dizionario delle opere e dei personaggi, Valentino Bompiani relata el siguiente episodio. En julio de 1938 tuvo lugar en Berlín el congreso internacional de los editores, en el que él también participó. La guerra se palpaba ya en el aire y el gobierno nazi se mostraba maestro en la manipulación de las palabras con fines de propaganda. El penúltimo día, Goebbels, que era ministro de Propaganda del Tercer Reich, invitó a los congresistas al aula del Parlamento. Se pidió a los delegados de los distintos países una palabra de saludo. Cuando llegó el turno a un editor sueco, éste subió al estrado y con voz grave pronunció estas palabras: "Señor Dios, debo pronunciar un discurso en alemán. Carezco de vocabulario y de gramática, y soy un pobre hombre perdido en el género de los nombres. No sé si la amistad es femenino o si el odio es masculino, o si el honor, la lealtad y la paz son neutros. Así que, Señor Dios, recobra las palabras y déjanos nuestra humanidad. Tal vez lograremos comprendernos y salvarnos". Estalló un aplauso, mientras Goebbels, que había captado la alusión, salía airado de la sala.
Un emperador chino, interrogado sobre qué era lo más urgente para mejorar el mundo, respondió sin dudar: ¡reformar las palabras! Quería decir: devolver a las palabras su verdadero significado. Tenía razón. Hay palabras que, poco a poco, han sido vaciadas completamente de su significado original y colmadas de un significado diametralmente opuesto. Su uso no puede más que resultar perjudicial. Es como poner en una botella de arsénico la etiqueta "digestivo efervescente": alguien se envenenará. Los Estados se han dotado de leyes severísimas contra los falsificadores de moneda, pero de ninguna contra la falsificación de las palabras. A ninguna palabra le ha ocurrido lo mismo que a la pobre palabra "amor". Un hombre abusa de una mujer y se justifica diciendo que lo ha hecho por amor. La expresión "hacer el amor" frecuentemente representa el acto más vulgar de egoísmo, en el que cada uno piensa en su satisfacción, ignorando totalmente al otro y reduciéndole a simple objeto.
La reflexión sobre la palabra de Dios nos puede ayudar, como se ve, también a reformar y rescatar de la vanidad la palabra de los hombres.
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Predicador del Papa: "Los dos cuerpos de Cristo"
ROMA, viernes, 23 mayo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la liturgia de la Palabra del próximo domingo, Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
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Deuteronomio 8,2-3.14b-16a; 1 Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-59
En la segunda lectura san Pablo nos presenta la Eucaristía como misterio de comunión: "El cáliz que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?". Comunión significa intercambio, compartir. La regla fundamental de compartir es ésta: lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío. Probemos a aplicar esta regla a la comunión eucarística y nos daremos cuenta de la "enormidad" del tema.
¿"Qué tengo yo específicamente 'mío' "? La miseria, el pecado: esto es exclusivamente mío. ¿Y qué tiene "suyo" Jesús que no sea santidad, perfección de todas las virtudes? Entonces la comunión consiste en el hecho de que yo doy a Jesús mi pecado y mi pobreza, y Él me da su santidad. Se realiza el "maravilloso intercambio", como lo define la liturgia.
Conocemos diversos tipos de comunión. Una comunión bastante íntima es la que se produce entre nosotros y el alimento que comemos, pues éste se hace carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. He oído a madres decir a su niño, estrechándole hacia su pecho y besándole: "¡Te quiero tanto que te comería!".
Es verdad que la comida no es una persona viva e inteligente con la que podemos intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por un momento que lo fuera. ¿acaso no se tendría la perfecta comunión? Pues es lo que precisamente sucede en la comunión eucarística. Jesús, en el pasaje evangélico, dice: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida... El que come mi carne tiene vida eterna". Aquí el alimento no es una simple cosa, sino una personas viva. Se tiene la más íntima, si bien la más misteriosa, de las comuniones.
Observemos qué sucede en la naturaleza, en el ámbito de la nutrición. Es el principio vital más fuerte el que asimila al menos fuerte. Es el vegetal el que asimila al mineral; es el animal el que asimila al vegetal. También en las relaciones entre el hombre y Cristo se verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila; nosotros nos transformamos en Él, no Él en nosotros. Un famoso materialista ateo dijo: "El hombre es lo que come". Sin saberlo dio una definición óptima de la Eucaristía, gracias a la cual el hombre se convierte verdaderamente en lo que come, esto es, ¡en el cuerpo de Cristo!
Leamos cómo prosigue el texto inicial de san Pablo: "Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan". Está claro que en este segundo caso la palabra "cuerpo" no indica ya el cuerpo de Cristo nacido de María, sino que nos indica a "todos nosotros", indica aquel cuerpo de Cristo más amplio, que es la Iglesia. Esto significa que la comunión eucarística es siempre también comunión entre nosotros. Comiendo todos del único alimento, formamos un solo cuerpo.
¿Cuál es la consecuencia? Que no podemos tener verdadera comunión con Cristo si estamos divididos entre nosotros, nos odiamos, no estamos dispuestos a reconciliarnos. Si has ofendido a tu hermano, decía san Agustín, si has cometido una injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión como si nada hubiera pasado, tal vez lleno de fervor ante Cristo, te pareces a quien ve llegar a un amigo al que no ve desde hace mucho tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello y se pone de puntillas para besarle en la frente. Pero al hacer esto no se percata de que le está pisando los pies con su calzado embarrado. Los hermanos, en efecto, especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies posados aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: "El cuerpo de Cristo", y respondemos: "¡Amén!". Ahora sabemos a quién decimos "Amen", o sea, sí, te acojo: no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo.
En la fiesta del "Corpus Domini" no puedo ocultar un pesar. Hay formas de enfermedad mental que impiden reconocer a las personas cercanas. Es cuando hay quien grita durante horas: "¿dónde está mi hijo? ¿dónde está mi esposa? ¿qué fue de ellos?", y tal vez el hijo o la esposa están ahí, le toman de la mano y le repiten: "Estoy aquí, ¿no me ves? ¡Estoy contigo!". Así le ocurre también a Dios. Los hombres, nuestros contemporáneos, buscan a Dios en el cosmos o en el átomo; discuten si hubo o no un creador en el inicio del mundo. Seguimos preguntando: "¿Dónde está Dios?", y no nos percatamos de que está con nosotros y se ha hecho comida y bebida para estar aún más íntimamente unido a nosotros. Juan el Bautista debería repetir tristemente: "En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis". La solemnidad del "Corpus Domini" nació precisamente para ayudar a los cristianos a tomar conciencia de esta presencia de Cristo entre nosotros, para mantener despierto lo que Juan Pablo II llamaba "estupor eucarístico". [Traducción del original italiano por Marta Lago]
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Predicador del Papa: La Trinidad revela el secreto de relaciones humanas bellas
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, , viernes, 16 mayo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, Solemnidad de la Santísima Trinidad. * * *
Domingo de la Trinidad
Éxodo 34, 4b-6.8-9; 2 Corintios 13, 11-13; Juan 3, 16-18
La Trinidad, escuela de relación
¿Por qué los cristianos creen en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que existe Dios como para añadirnos el enigma de que es «uno y trino»? A diario aparece quien no estaría a disgusto con dejar aparte la Trinidad, también para poder así dialogar mejor con judíos y musulmanes que profesan la fe en un Dios rígidamente único.
La respuesta es que los cristianos creen que Dios es trino ¡porque creen que Dios es amor! Si Dios es amor debe amar a alguien. No existe un amor al vacío, sin dirigirlo a nadie. Nos interrogamos: ¿a quién ama Dios para ser definido amor? Una primera respuesta podría ser: ¡ama a los hombres! Pero los hombres existen desde hace algunos millones de años, no más. Entonces, antes, ¿a quién amaba Dios? No puede haber empezado a ser amor desde cierto momento, porque Dios no puede cambiar. Segunda respuesta: antes de entonces amaba el cosmos, el universo. Pero el universo existe desde hace algunos miles de millones de años. Antes de entonces, ¿a quién amaba Dios para poderse definir amor? No podemos decir: se amaba a sí mismo, porque amarse a uno mismo no es amor, sino egoísmo, o como dicen los psicólogos, narcisismo.
He aquí la respuesta de la revelación cristiana. Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo un Hijo, el Verbo, a quien ama con amor infinito, que es el Espíritu Santo. En todo amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une. Allí donde Dios es concebido como poder absoluto, no existe necesidad de más personas, porque el poder puede ejercerlo uno solo; no así si Dios es concebido como amor absoluto.
La teología se ha servido del término naturaleza, o sustancia, para indicar en Dios la unidad, y del término persona para indicar la distinción. Por esto decimos que nuestro Dios es un Dios único en tres personas. La doctrina cristiana de la Trinidad no es un retroceso, un pacto entre monoteísmo y politeísmo. Al contrario: es un paso adelante que sólo el propio Dios podía hacer que lo diera la mente humana.
La contemplación de la Trinidad puede tener un precioso impacto en nuestra vida humana. Es un misterio de relación. Las personas divinas son definidas por la teología «relaciones subsistentes». Significa que las personas divinas no tienen relaciones, sino que son relaciones. Los seres humanos tenemos relaciones -entre padre e hijo, entre esposa y esposo, etcétera--, pero no nos agotamos en esas relaciones; existimos también fuera y sin ellas. No así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La felicidad y la infelicidad en la tierra dependen en gran medida, lo sabemos, de la calidad de nuestras relaciones. La Trinidad nos revela el secreto para tener relaciones bellas. Lo que hace bella, libre y gratificante una relación es el amor en sus diferentes expresiones. Aquí se ve cuán importante es que se contemple a Dios ante todo como amor, no como poder: el amor dona, el poder domina. Lo que envenena una relación es querer dominar al otro, poseerle, instrumentalizarlo, en vez de acogerle y entregarse.
Debo añadir una observación importante. ¡El Dios cristiano es uno y trino! Ésta es, por lo tanto, asimismo la solemnidad de la unidad de Dios, no sólo de su trinidad. Los cristianos también creemos «en un solo Dios», sólo que la unidad en la que creemos no es una unidad de número, sino de naturaleza. Se parece más a la unidad de la familia que a la del individuo, más a la unidad de la célula que a la del átomo.
La primera lectura de la Solemnidad nos presenta al Dios bíblico como «misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad». Éste es el rasgo que reúne más al Dios de la Biblia, al Dios del Islam y al Dios (mejor dicho, la religión) budista, y que se presta más, por ello, a un diálogo y a una colaboración entre las grandes religiones. Cada sura del Corán empieza con la invocación: «En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo». En el budismo, que desconoce la idea de un Dios personal y creador, el fundamento es antropológico y cósmico: el hombre debe ser misericordioso por la solidaridad y la responsabilidad que le liga a todos los vivientes. Las guerras santas del pasado y el terrorismo religioso del presente son una traición, no una apología, de la propia fe. ¿Cómo se puede matar en nombre de un Dios al que se continúa proclamando «el Misericordioso y el Compasivo»? Es la tarea más urgente del diálogo interreligioso que juntos, los creyentes de todas las religiones, deben perseguir por la paz y el bien de la humanidad.
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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