Decía
el escritor Rudyard
Kipling,
lo siguiente: Si
puedes afrontar el triunfo y el desastre, y tratar exactamente a esos
dos impostores, tuya será la tierra y todo lo que hay en ella.
A
partir de aquí, lo dicho por Mr.Kipling,
nos sugiere una serie de reflexiones que vamos a trasladar al mundo
del deporte, en concreto al fútbol, y de forma más específica a
los entrenadores, esos auténticos transeúntes
del banquillo
y en España, especialmente, tan solo hace falta consultar las
hemerotecas y podremos comprobar el trasiego continuo de técnicos y
de forma significativa en determinados clubes, sin ir más lejos,
tenemos un claro ejemplo en el Real Madrid, que pasó hace años de
tener un entrenador como Miguel
Muñoz,
que se mantuvo un buen número de temporadas consecutivas al frente
de la plantilla
blanca,
para pasar a lo que ha ocurrido en los últimos tiempos con un
desfile permanente de entrenadores por el banquillo del Santiago
Bernabeu.
Cuando
se habla de triunfo,
hay que hacer referencia al éxito que producen las victorias, que
encaminan a los clubes, a la consecución de los objetivos
establecidos, ya sea, ganar títulos en el caso de los equipos
poderosos,
o mantener la categoría en la que militan cuando se trata de
conjuntos más humildes,
aunque la ilógica (por otra parte, estimulante) que continuamente
merodea alrededor del fútbol, hace que de vez en cuando algún
equipo modesto,
haga mil pedazos los pronósticos y den la sorpresa, rompiendo de
esta forma la rutina que se manifiesta cuando los resultados son más
o menos los previstos, haciendo que en muchas ocasiones la monotonía
sea un elemento que lastra considerablemente el aliciente que se le
presume a la competición. Por eso, siempre es de agradecer, cuando
de forma totalmente sorprendente algún equipo anima el cotarro
futbolistico,
y se lleva para sus vitrinas, alguno de los títulos oficiales en
juego, cuando nadie se lo espera, pues lo habitual es que ganen los
de siempre.
Para
el entrenador, que es quien nos ocupa en este escrito, aparece el
primer impostor,
que entra en escena cuando se gana, el triunfo
y la euforia que arrastra, en demasiadas ocasiones, trae consigo una
especie de borrachera
deportiva
que desemboca en una resaca,
cuyas consecuencias se sufrirán en el futuro, y en el caso del
fútbol, más bien de forma inmediata.
Dicen
los médicos que una copita
de
vino en las comidas, sienta muy bien para la salud, pero una botella
todos los días, ya no produce los mismos efectos, más bien, todo lo
contrario. Con el triunfo
ocurre lo mismo. Se saborea en el momento, pero recrearse
excesivamente en él suele traer efectos bastante nocivos, y en
algunos casos catastróficos. También daños colaterales, que en el
mundo del deporte en general, se manifiestan cuando las victorias
aparecen de forma repetida, y se establece un hábito engañoso para
el futuro, cuando se piensa que las derrotas son un lujo que nadie se
puede permitir y que un equipo que gana habitualmente, tiene que
hacerlo siempre, y esto, en un juego como es en este caso el fútbol,
es excesivamente complicado. Aquí no existen las matemáticas, pero
a pesar de que eso se sabe desde que los ingleses empezaron a dar las
primeras patadas a una pelota inventando el fútbol, más o menos
como se conoce hoy en día, pues no hay forma, de que algunos se
aprendan las otras
reglas del juego,
esas que no aparecen en el reglamento de competición, pero son
moneda de cambio en el transcurrir del día a día futbolistico.
Al
contrario de lo que se pueda pensar, el entrenador ganador del
presente, no tiene, ni mucho menos, la garantía de que su futuro
laboral se encuentre bien protegido, ni tan siquiera con una
seguridad mínima. El técnico, que de forma más o menos continuada,
en función de las exigencias y el nivel del club en el que se
encuentre, no
gane,
tarde o temprano, será
devorado por el tiburón
futbolero, icono que representa al
trivote
(utilizando el término táctico tan de moda hoy en día) formado por
directivos,
prensa y afición.
Todos descontentos, decepcionados, con la frustración por bandera y
con la crítica subjetiva (las más de las veces) como arma de
ataque. Cuando las victorias juegan al escondite, el trío acusador
entra en escena. La suerte para que la cabeza del entrenador no ruede
antes de tiempo, es cuando los tres estamentos no se ponen de
acuerdo, pues muchas veces se da el caso, de que un entrenador, salva
milagrosamente su puesto, aunque sea de forma momentánea, cuando los
dirigentes pretenden cesarlo, pero no se atreven cuando la afición
está en su mayoría al lado del inquilino del banquillo de turno. En
otras ocasiones, es la prensa la que puede estar a favor y también
otras situaciones similares, pero cuando todos los estamentos están
de acuerdo, al entrenador no lo salva ni el séptimo
de caballería.
La
conclusión es que hay que disfrutar del triunfo
hoy,
hay que saborearlo despacio como cuando se come un pastel, pero
seguir relamiéndose
al día siguiente, ya no es, para nada aconsejable. Mañana
ya nadie se acordará de lo conseguido ayer.
Da igual como se llame el entrenador o el importante historial que
presente como tarjeta de visita que avale su trayectoria y demostrada
capacidad (salvo en casos muy excepcionales). No importan los títulos
logrados en el pasado, ya sean nacionales o a nivel continental e
incluso mundial.
Cuando
el efecto euforizante del triunfo
desaparece, éste, se olvida de su compañero de travesía, en este
caso el técnico, transformándose en ese impostor,
que como un falso amigo abusa de tu confianza. Ese que te abraza
hasta llegar a casi
ahogarte,
cuando te toca la lotería o recibes una herencia millonaria, pero
que desaparece, con la rapidez del humo de un cigarrillo cuando las
vacas
flacas,
hacen acto de presencia.
El
otro impostor
es el desastre,
que en forma de miedo y desasosiego, entra en escena cuando llega la
derrota. Aunque, es bien cierto, que cuando se pierde solo se produce
un resultado, es la consecución lógica o ilógica de una acción,
en este caso la disputa de un partido de fútbol.
Nadie
fracasa
cuando pone todo su empeño y dedica todo su esfuerzo en la
consecución de un determinado objetivo. Por lo tanto, hay que evitar
en este caso darle el abrazo a ese acompañante camuflado que aparece
en forma de abatimiento, desesperación, y toda una serie de estados
emocionales más, que desembocan siempre en planteamientos negativos,
cuando se califica de forma equivocada como fracaso, algo que
simplemente, es un resultado en una determinada competición, y en el
caso concreto del fútbol, tampoco hay demasiado margen para darle
excesivas vueltas
a la cabeza,
no da tiempo, el próximo partido ya está cerca y no hay sitio para
la distracción, ya sea, relamiéndose
o amargándose,
con lo sucedido en la último jornada disputada por el equipo.
El
resumen final, es que, el mejor acompañante para el camino, es uno
mismo,
olvidándose de compañías impostoras, que hacen vivir al ser humano
en general, y al entrenador en particular, situaciones irreales, y lo
confunden para que le sea mucho más complicado encontrar la
dirección correcta.
“Uno
te susurra al oído que te quedan muchos kilómetros para llegar al
final del recorrido, cuando no es cierto, lo que falta no es tanto,
pero tú te lo crees, y ves tan lejos el cartel
de llegada, que acabas tirando la toalla. Mientras, en el otro lado,
se encuentra el que te dice, que tu meta está a la vuelta de la
esquina, y te relajas, pero caminas y caminas, y nunca llegas. El
resultado es que esa falsa confianza, solo te sirve para distraerte,
bajar tu ritmo y tardar más tiempo en conseguir el objetivo previsto
(o no alcanzarlo, que es
mucho peor)”
La
conclusión final, nos la aporta como siempre, la sabiduría del
refrán:
¡Siempre
mejor sólo, que mal acompañado!
(Paco Arias. Entrenador Nacional de Fútbol.España).